La igual dignidad del varón y de la mujer, en cuanto personas humanas, implica también una originaria diversidad, que hace que no sean opuestos, sino complementarios. Uno y otro on una ayuda mutua, adecuada a su condición de personas. Son personas a las que se puede amar por sí mismas. Una mascota nunca podría reemplazar a una persona, aunque ocasione menos problemas que algunas personas.
La natural y espontánea atracción entre el varón y la mujer se puede convertir en un libre y voluntario compromiso de unir sus vidas en una alianza exclusiva y para siempre. Esa unión implica una entrega mutua y la apertura a una fecundidad que es fruto de su amor. Es el consorcio de vida que llamamos matrimonio.
De ese modo la unión conyugal es un trasunto y participación de la comunión de amor personal que se da en la vida íntima de Dios y del amor con el que Dios ama a los hombres. El ser humano se realiza en la donación, en una vocación al amor, que si es verdadero culminará en la unión eterna con Dios.
Este cuadro, pacífico y prometedor ha sufrido perturbaciones. El libro del Génesis nos habla de la situación original de amistad y armonía entre varón y mujer. Pero el pecado de origen -único dogma de fe comprobable experimentalmente, dice Chesterton- vino a alterar esta situación. El hombre se aleja de Dios y también se perturban las relaciones interhumanas. La debilidad de la naturaleza caída favorece la proliferación de los pecados.
El mal afecta al hombre en todas las dimensiones de su existencia, y concretamente a la relación entre el varón y la mujer. Deja de verse con transparencia la imagen del amor de Dios que representa el matrimonio. El egoísmo y la soberbia frenan el generoso don de sí, propio del amor esponsal. El afán de disfrute y de posesión, la arbitrariedad, los agravios, la inseguridad, las discordias, la infidelidad conyugal son sus consecuencias. Esto no es lo natural al hombre aunque se manifieste en hechos muy generalizados. La cabal realización del amor conyugal requerirá lucha y esfuerzo: “a causa del estado pecaminoso contraído después del pecado original, varón y mujer deben reconstruir con fatiga el significado de recíproco don desinteresado” (Juan Pablo II. Alocución, 26.III.1980, n. 4).
Ello explica las deformaciones teóricas y prácticas que se han venido dando a través de la historia con respecto a la naturaleza del matrimonio, sus propiedades esenciales y sus fines. Si bien la naturaleza clama una y otra vez por sus fueros, atestiguando la ordenación fundamental del Creador acerca de la relación marital entre el varón y la mujer.
Hay un proceso histórico de deterioro y de posterior reconstrucción del matrimonio. Con esta última me refiero al simbolismo de la Alianza de Dios con su Pueblo como la unión fiel del esposo y de la esposa, que aparece expresada en diversos pasajes por los profetas del Antiguo Testamento. Dios es el esposo fiel, paciente y misericordioso, y su amor esponsal exige la correspondencia de su Pueblo. Así Dios fue preparando a los hombres para “la nueva y eterna alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la humanidad salvada por Él, preparando así las bodas del cordero (Apocalipsis 19, 7.9)” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1.612).
La Redención de la humanidad, llevada a cabo por Cristo, redime también el matrimonio. Él, que realizó su primer milagro en una fiesta de bodas, devolvió al matrimonio su primera grandeza, al expresar su unidad e indisolubilidad, rechazando el divorcio, que Moisés había permitido a los judíos, por la dureza de sus corazones. A la vez hizo del matrimonio un medio de gracia para los esposos, elevándolo a la dignidad de Sacramento de la Nueva Ley, ley de gracia, que no solamente indica lo que hay que hacer, sino que también capacita para hacerlo. “Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación, perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces, los esposos podrán comprender el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo” (Ibidem, n. 1.615).