Buena Nueva – El secreto del espíritu santo

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El Espíritu Santo es nada menos que el Espíritu de Dios; es decir, el Espíritu de Jesús y el Espíritu del Padre. El es la presencia de Dios en medio de nosotros los hombres: “Mirad que estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).

Sin embargo, se ha comparado el Espíritu Santo con la brisa y con el fuego. Porque, en efecto, El es como una suave brisa que sopla donde quiere (Jn. 3, 8). Ahora bien, si el Espíritu Santo es la brisa, nosotros debemos ser como las velas de una barca, siempre en posición de ser movidos por esa brisa; es decir, debemos ser perceptivos a las inspiraciones del Espíritu Santo y dóciles a éstas, para poder navegar por esta vida guiados por El hacia nuestra meta definitiva.

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El Espíritu Santo es también el fuego que descendió a los discípulos reunidos en torno a la Santísima Virgen el día de Pentecostés (Hech. 2, 3).

El Espíritu Santo nos asiste a cada uno de nosotros en nuestro peregrinar a la meta a la que hemos sido llamados: el Cielo prometido a aquéllos que cumplan la Voluntad de Dios. Al Espíritu Santo se le atribuyen muchas funciones para con nosotros los hombres, siendo tal vez la principal, la de nuestra santificación. Es El quien, con sus suaves inspiraciones, nos va sugiriendo cómo transitar por el camino de la santidad.

El Espíritu Santo es el Espíritu de la Verdad. Así nos dijo Jesucristo: “Tengo muchas cosas más que decirles, pero ustedes no pueden entenderlas ahora. Pero cuando venga El, el Espíritu de la Verdad, El los llevará a la verdad plena … El les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que Yo les he dicho” (Jn. 16, 12 y 14, 26). Así que es el Espíritu Santo quien nos lleva a conocer y a vivir todo lo que Cristo nos ha dicho; es decir, nos lleva a conocer y a aceptar el mensaje de Cristo en su totalidad: nos lleva a la Verdad plena.
En Pentecostés conmemoramos la Venida del Espíritu Santo a la Iglesia y rogamos porque ese Espíritu de Verdad se derrame en cada uno de nosotros, que formamos parte de la Iglesia.

¿Cómo fue esa primera venida del Espíritu Santo? Los Apóstoles habían visto a Jesús irse de la Tierra, cuando ascendió al Cielo, y sabían que ya El no estaría con ellos como antes. Pero sabían también que debían continuar y cumplir la misión que les había encomendado. Ahora sería diferente, pues serían acompañados y conducidos por el Espíritu Santo.

Antes de Pentecostés vemos a los Apóstoles temerosos y tímidos, torpes para comprender las Escrituras y las enseñanzas de Jesús. Pero luego de recibir el Espíritu Santo en Pentecostés, cambiaron totalmente: se lanzaron a predicar sin ningún temor y llenos de sabiduría divina, se les soltaron las lenguas con un nuevo poder de lenguaje dado por el Espíritu Santo, llamando a todos a la conversión, bautizando a los que acogían el mensaje de Jesucristo Salvador. Forman discípulos y comunidades, asisten a los necesitados … sufren persecuciones, llegando hasta el martirio.

Cómo pudo suceder todo esto. El protagonista fue el Espíritu Santo. Pero … ¿qué hacían los Apóstoles antes de Pentecostés? “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu … en compañía de María, la Madre de Jesús … Acudían diariamente al Templo con mucho entusiasmo” (Hech. 1, 12-14 y 2, 46).

El secreto de la acción del Espíritu Santo en nosotros y a través de nosotros está en la oración: oración perseverante, frecuente, con entusiasmo, con la Santísima Virgen María. ¡Ven, Espíritu Santo!

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