Hace algunos años un caballo nacionalizado venezolano, Cañonero, fue a correr la triple corona en los USA, ganando las dos primeras carreras. Recuerdo que tras ganar la segunda carrera me impresionó mucho la exaltación de la gente al punto que parecía que en Venezuela no había otra cosa de más valor, de más importancia, que un caballo. Incluso propusieron levantarle una estatua. Y cuando perdió la tercera carrera sobrevino una pesada ola de frustración colectiva.
Me resulta evidente, cuando comparo la exaltación que produjo Cañonero y la que produjo Pastor Maldonado, que muy poco hemos evolucionado desde entonces. Nuestros héroes son pocos y casi siempre en asuntos de poca monta. Aparte de los padres de la patria, tenemos algunas reinas de belleza, caballos, y deportistas que en su momento ellos tambien «pusieron en alto el nombre de Venezuela». Entre nuestros héroes no están los constructores de país, y muy pocos saben de José Antonio Abreu, de Humberto Fernández Morán, de Jacinto Convitt, y tantos otros a los que ahora se suma Rafael Reif, un maracucho formado en un liceo y en una universidad publica venezolana y que acaba de ser nombrado presidente del MIT, una institución que ya ha dado 77 premios Nobel.
Andamos desesperados por encontrar algo que nos eleve la autoestima y a falta de algo mejor nos agarramos a un caballo o un piloto de formula 1. Por eso denigramos de Yon Goicochea por recordarnos que el triunfo de Maldonado se hizo a un costo de 66 millones de dólares, pagados por una empresa del Estado que tiene problemas financieros y anda raspando la olla vendiendo petróleo a futuro a precios muy bajos. Entre los insultos no faltó el clásico «antipatriota», tan común por estos días.
El alboroto tiene ya varios días, sin que nadie, que yo sepa, haya respondido el planteamiento central de Goicochea: ¿Es sensato gastar 66 millones de dólares para que los venezolanos podamos decir que uno de nosotros ganó una carrera de Formula 1? En medio de la exaltación se nos olvida que lo único venezolano es el piloto y dinero pagado pues no lo son la escudería, el vehículo, la tecnología ni los mecánicos que lo atienden y ni siquiera es seguro que la gasolina sea la formulada y elaborada por Pdvsa. Así, no puede decirse que esa inversión contribuya con algo sustancial al progreso del país.
Es obvio que el deporte es parte esencial del desarrollo del país. Pero debe invertirse con buen criterio y, me resulta obvio, debe hacerse primero en deportes que pueden masificarse y ponerse al alcance de toda la población. Sin ese esfuerzo de masificación tal vez no tendríamos tantos excelentes deportistas. Esa inversión se hace aquí y aquí se queda, ayudando a mantener clubes y canchas, a entrenadores y deportistas y ayuda a mejorar la calidad de vida de todos nosotros y, en particular, a mantener a los jóvenes alejados de las drogas.
Preguntémonos que hubiera pasado si esos 66 millones de dólares se hubieran invertido, por ejemplo, en extender y multiplicar el Proyecto Alcatraz, el de las empresas productoras del Ron Santa Teresa, que con muchísimo menos dinero prácticamente eliminó el delito en la zona de La Victoria.
Y si sobraban 66 millones de dólares y no se sabía que hacer con ellos, que tal si se hubieran invertido en mejorar las instalaciones para tratar el cáncer en los hospitales públicos, que buena falta hacen, justamente ahora que en Barquisimeto, al igual que en otras capitales, la Fundación de Niños con Cáncer tiene que hacer colectas para ayudar a esos niños enfermos.
Es el estudio intenso, el trabajo productivo y la inversión sensata lo que hará grande a Venezuela, pero está por verse si alguna vez entenderemos esto. Mientras tanto confortémonos con la banalidad de pensar que somos grandes porque tenemos un campeón de Formula 1.
