Alegra, y mucho, cuando los jóvenes se acercan a la poesía, no sólo a su goce y recreación, sino al cultivo del sentido ético al cual su ejercicio compromete. La poesía es un trabajo que reclama ingenio, conocimiento, intuición y una infinita capacidad contemplativa, que propicien la percepción de la realidad aún en sus más disimuladas expresiones. Es eso en definitiva la poesía: una fiel captación de la vida en todos sus matices, proyectada en amorosa comunión hacia la conmoción profunda del otro que nos habita, como tal vez diría Rimbaud, y del otro que nos rodea como diría Jorge Zalamea en El Sueño de las Escalinatas: nuestra «más inmediata semejanza». Conmoción que ensancha las experiencias anímicas y abre las potencialidades intelectivas de los seres humanos, generando transformaciones conductuales capaces a su vez de contribuir a la aparición de novedosas dimensiones de la realidad, en armonía con la espléndida condición vital de ser libres y plácidos, felices y lúdicos, por encima de cualquier circunstancia adversa, que pueda crearnos la aparente irrupción de la tristeza, la transitoria y recurrente soledad siempre vencida por la fuerza poética, esa que todos poseemos aunque en ocasiones, consciente o inconscientemente nos alejemos de ella.
Esa territorialidad ética de la poesía es la misma que condujo a Rafael Rodríguez Boquillón en la primera mitad del siglo XX a liderar, junto a otros colegas, una huelga de telegrafistas en oposición a tiránicas formas de gobiernos, tan comunes en el uso y el abuso del poder, antípoda natural de la poesía, primor ella del albedrío y la gracia de la libertad.
Y es precisamente lo que ha llevado a los poderosos a querellarse con los poetas: el afán de dominación, el proceder injusto, y la condena del espíritu rebelde y libertario, soñador e indómito, connatural al hecho creador, lo que también conduce al poeta a asumir actitudes ciudadanas dignificantes de la esperanza y del espíritu quijotil, que garantiza el movimiento perenne de los seres y las cosas, es decir, la permanente reproducción de la vida y sus alegrías.
En ello pienso cuando soy invitado a participar en la resurrección de la Bienal «Rafael Rodríguez Boquillón», referencia literaria que ha hecho y hará del gentilicio quiboreño centro de atención de los cultores de la poesía.
Y es grande mi gratitud cuando quienes me invitan son mi amigo Rafael Rodríguez Parra y mi hermano Antonio Urdaneta, junto a valiosos duendes que salen de sus cuartos para tomar la calle, la ciudad, el tiempo, el sol y la fraternidad que se reúne en la casa de Eladio Morales, ese baluarte de la artesanía y la generosidad quiboreña.
Lamento no acompañarlos físicamente. Razones pertinentes a esa condición ética a la cual me he referido en líneas anteriores, me obligan a estar en la capital en la fecha fijada para este encuentro. Dejo estas palabras en manos de Antonio. Ojalá pueda leerlas a los presentes. Que por lo menos queden en el recuerdo del Morocho, hijo del epónimo de la Bienal, su madre, la viuda, y sus nietos, nietos también de aquel rebelde demócrata que un día cantara con cadencia y dulzura estos versos:
… Yo tuve una novia
qué linda mi novia
la novia más linda
que vieron mis ojos…
Quince años tenía
y eran como lampos
de aurora sus ojos…
(RRB)