En ese sentido, Mirian Angulo, nacida en el referido lugar, declaró que la comunidad ha crecido forzosamente, dado está enclavada en una hacienda de caña de la zona protectora del Valle del Turbio.
Con el paso de los años, el escenario en La Quebradita ha empeorado, señaló, toda vez que lo que se fundó con seis casas, ahora ha crecido apiñadamente.
Insuficientes servicios
Así mismo, Angulo apuntó que las casas más antiguas cuentan con servicios, sin embargo, el crecimiento del caserío ha obligado a las nuevas familias a conectarse de las mangueras del agua y la ya vencida red de cloacas, lo que ha generado colapso y desbordamiento, causando enfermedades respiratorias, en los ojos y la piel.
Peligroso escenario
Por otra parte, Luzneyra Goyo, residente del caserío, amplió que los vecinos más afortunados, han podido tener acceso a la electrificación enganchando cables de un poste cercano, en la peligrosa práctica de la improvisación.
Otros por el contrario, aun más temerarios, han empalmado trozos de cables a tomas más antiguas, construyendo una maraña de cables para poder disponer del tan necesario servicio.
El mismo escenario se aprecia con las tomas de agua potable, en franca interconexión por mangueras que surcan el caserío hasta los nuevos ranchos.
Cloacas putrefactas
Goyo indicó que los nuevos residentes de La Quebradita, se han visto en la imperante y dramática necesidad de improvisar canales para que las aguas servidas corran hasta las veredas de acceso, que son de tierra, y de ahí que “bajen por gravedad hasta un buco cercano”, que otrora era utilizado por la adyacente hacienda para riego de la caña de azúcar.
-Esto por supuesto ha venido perjudicando la salud de los niños y también de los adultos, acentuó con angustia la vecina, señalando uno de los putrefactos canales atiborrado de aguas negras.
Las autoridades del municipio, y por qué no de la región, deberían asumir como prioridad el terrible drama de los habitantes de La Quebradita, donde la mayoría sobrevive en ranchos paupérrimos que se debilitan con cada lluvia.
Luis Alberto Perozo Padua