Tras varias ausencias y deficiencias en el ámbito legal con el cual juzgar a quienes fueron acusados como “estafadores inmobiliarios” a finales del año 2010, se logró aprobar un texto que encontraría su sanción en diciembre de 2011 pero finalmente promulgado y publicado en Gaceta Oficial el pasado 30 de abril de 2012, el cual quedó denominado como Ley contra la Estafa Inmobiliaria.
Para el abogado Emilio Urbina Mendoza, especialista en Derecho Urbanístico, la “solución mágica” más esperada por el Ministerio Público “ha resultado un retroceso inaceptable tanto de esquemas como del modelo resucitado”. Así, la Ley contra la Estafa Inmobiliaria, se convierte en una legislación que si bien tímidamente establece sanciones contra los supuestos estafadores, se entromete con una de las instituciones más emblemáticas del Derecho Urbanístico contemporáneo, como son los procedimientos de autorización a los particulares para el desarrollo de proyectos urbanísticos.
Incomprensiblemente la Ley contra la Estafa Inmobiliaria aborda materias que nada competen a la temática punitiva, sino que, al contrario, regulan un núcleo duro del Derecho Urbanístico que bien ha sido racionalmente delimitado desde 1987, nada más y nada menos que el otorgamiento de las constancias de adecuación a las variables urbanas fundamentales.
Lamentablemente la nueva Ley resucitó una terminología y revivió los peores bemoles de un sistema constitutivo de “permisos”, afortunadamente erradicado en Venezuela con la publicación de la Ley Orgánica de Ordenación Urbanística de 1987. Al revivir el “síndrome de la permisología” esta ley que debería abordar con más detalle el delito de estafa, se entromete con el desarrollo histórico de la materia de procedimientos urbanísticos. Durante los años anteriores a 1987, la funesta “red permisológica” se fue haciendo inexpugnable hasta el punto de crearse los peores nodos de corrupción en la administración urbanística venezolana. Esta atmósfera, para refrescar la memoria de la década del 70’, generó una considerable cifra de escándalos urbanísticos donde servieron envueltos desde ministros hasta concejales, tras una vasta complicidad en la cual se llegó a otorgarse “permisos de construcción” en zonas no aptas para urbanizar o permitiendo densidades y demás especificaciones de uso contrarias a la zonificación o a otros esquemas de variables urbanas fundamentales.
Existe una peculiar imprudencia del legislador de 2012 porque repite la palabra “permisología” o en su defecto “permiso de construcción” un total de once veces, resalta el analista.
Redistribución de competencias
En la medida que nos adentramos en su contenido, comprendido por 43 artículos, 3 disposiciones transitorias y 3 disposiciones finales, la LCEI viola todo rigor metodológico cuestionándonos hasta qué punto es una ley de naturaleza penal y si, por el contrario, implica que estamos en presencia de un instrumento de regulación urbanística en el sentido académico de su término.
Dentro de la ruptura material que introduce la Ley contra la Estafa Inmobiliaria, resalta a primera vista la manifiesta redistribución de competencias urbanísticas violatorias tanto de la Ley de Ordenación Urbanística y la tradición constitucional venezolana desde 1909. La LCEI crea la Dirección General de Gestión del Sistema Nacional de Vivienda y Hábitat, adscrita al Ministerio con competencia en materia de Vivienda y Hábitat. Se le atribuye a este nuevo ente público una suerte de atribuciones (Artículo 7) que menoscaban las reglas de repartición de competencias urbanísticas entre la República y el Municipio. Ciertamente el Municipio venezolano históricamente se le ha relegado, pero hasta nuestra Constitución actual de 1999, ha sobrevivido desde principios del siglo XX, una repartición de competencias armónicas.
Luego de la Constitución de 1961 se dejó en manos de la República todo el componente técnico de ingeniería, arquitectura, financiero y urbanismo. Los Municipios, al contrario, ejercerían exclusivamente labores propias de disciplina urbanística (control y sanción) sobre la ejecución del orden público urbanístico. La Constitución de 1999 ratifica este orden simbiótico entre las únicas administraciones urbanísticas reconocidas por ley.
Sin embargo, la Ley contra Estafa Inmobiliaria quiebra esta armonía de más de un siglo, cuando ahora se le encargan dos cometidos administrativo-urbanísticos de especial relevancia.
Primero, todo lo concerniente a la planificación y evaluación de mecanismos de aplicación a los procedimientos. Segundo, toma para sí todo aquello que implique ejecutar las políticas de formación y control del proceso de la construcción, así como la de verificar el cumplimiento de la inspección realizada por los ingenieros que contempla la ley, el residente y el inspector de obra.
La LCEI reproduce en su concepto, la estrategia nacional de creación burocrática de entes, oficinas, direcciones y otro sinfín de dependencias oficiales para la supervisión o control de las diferentes esferas públicas. En esta oportunidad crea la Dirección General de Gestión del Sistema Nacional de Vivienda y Hábitat, órgano que elaborará las políticas y estrategias sobre todo lo que implica el objeto de la LCEI. Incomprensiblemente deberá hacer el “seguimiento y control del proceso de construcción, venta, preventa, permisos y protocolización de viviendas”.
Lo más preocupante del caso estriba en la dudosa capacidad de esta oficina para cumplir a nivel nacional de tan exigente misión como es la supervisión de todos los procedimientos sobre construcción que se efectúen en los 335 municipios autónomos y el resto de municipios metropolitanos.
Para Urbina Mendoza, la nueva Ley representa una deformación legislativa dirigida al sector construcción.
Fotos: ES/DW Archivo