Pompeyo el grande

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Comenzó a marchar en el año 36, cuando a la muerte del gran dictador clareaba el siglo XX, y no ha dejado de luchar por los ideales de una Venezuela justa, grande y solidaria desde entonces. Con un entusiasmo, un ardor, una esperanza jamás vencida. Me atrevo a señalarlo como uno de los venezolanos más ilustres, más cabales, más íntegros de cuantos he conocido en esta patria turbulenta y aterida, confusa y esperanzada.

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Lo he admirado desde que lo conocí, hace 40 años. Tomás Vasconi, un educador argentino con quien Marco Aurelio García y yo tuvimos el honor de trabajar durante los febriles años de la Unidad Popular en el Centro de Estudios Socio-económicos (CESO), de la Universidad de Chile, nos pidió lo acompañáramos a saludar a un prócer de la revolución venezolana. Estaba de paso en Santiago, adonde había llegado a ver de cerca nuestra loable e imposible experiencia de socialismo con rostro humano, sin violencia, sin represión, sin corrupción ni desafueros.

Me sorprendió su rostro de cónsul romano, que tanto se avenía con su nombre: Pompeyo. Fue un encuentro fugaz sostenido en su habitación del entonces Hotel Carrera, hoy sede del Ministerio de relaciones Exteriores y testigo silento del infame bombardeo a La Moneda, a su costado, y del que me quedó el indeleble sabor de una impactante experiencia. Nos previno contra los abusos y nos insistió en la necesidad de no apartarnos ni un milímetro de los preceptos constitucionales. Y del honor y la decencia como normas de conducta de un auténtico revolucionario. Sus palabras dejaban entrever con diáfana conciencia la tragedia que se nos venía encima.

No volvimos a vernos. Ni pensé que nos reencontraríamos jamás. El golpe de Estado nos lanzó al temible naufragio del destierro. Volví a Alemania, en donde estudiara durante los turbulentos años de la revolución estudiantil, y sufrí los avatares del desarraigo. Viví la peor de las desventuras: ser derrotado y perder la Patria.

Tomás Vasconi, nuestro padrino en ciencias, volvió a tendernos una mano y nos invitó a Venezuela. El más bello, el más generoso, el más desenfadado y vital de los países que entonces conociera. Fue un amor a primera vista. Me faltarán años para agradecerle a Tomás el haberme permitido disfrutar de una patria, una mujer, una hija, unos nietos venezolanos.

Fue mucho más. Pues perdidas mis dos modestas batallas – la revolución berlinesa y la revolución chilena – y huérfano de las inveteradas certidumbres reencontré en Venezuela el más grande de los ideales, desconocido para mí, aunque lo tenía ante mis ojos y lo llevaba en el corazón, confundido por mi afiebrado marxismo-leninismo: el ideal de la libertad, el ideal de la democracia. Los chilenos, que la vivieran a plenitud como quien respira el aire, sin siquiera darse cuenta, aprendieron a apreciarla y anhelarla en toda su grandeza tras diecisiete años de dictadura, lo que los llevó a superar sus diferencias y guardar en el desván de sus vergüenzas los delirios que la socavaran y destruyeran.

Había decidido vivir a plenitud mi vida privada y dedicarme a lo que una fábula considera los imprescindibles logros de un hombre de bien sobre la tierra: tener un hijo, sembrar un árbol y escribir un libro. Cumplí el precepto con fidelidad religiosa. Hasta que el avieso golpe de estado del 4 de febrero de 1992 nos volvió a lanzar al torbellino de la vida pública, al nunca olvidado y siempre anhelado mundo de la política. Decidimos con mi esposa venezolana – que llevaba una vida cantándole a la libertad – dar hasta nuestra última gota de sangre en la lucha contra la tiranía que esos cañonazos volvieron a poner sobre el tapete de la actualidad venezolana. Desterrados ella de su España natal por Franco y yo de mi Chile de origen por Pinochet, no permitiríamos serlo de nuestro bienamada Venezuela por un teniente coronel, zafio, ignaro y brutal como el que en un grave descuido asaltara el Poder seis años después.

Fue allí que nos reencontramos. En medio de las luchas por la libertad. Pompeyo ha sido mi padre político, en este renacimiento del quehacer público. Sin faltarle a mi padre, un luchador social, un comunista chileno de ejemplar comportamiento, debo confesar que hubiera sido para mí motivo de profundo orgullo ser hijo de Pompeyo Márquez. Razón que me lleva a llamarlo padre. Mayor regalo de mi querido Tomás Vasconi, imposible: me regaló una patria, una esposa maravillosa, unos hijos de los que enorgullecerse, unos nietos que constituyen la alegría de mis días y un padre. El mejor, el más ejemplar, el admirable: Pompeyo, el Grande.

Dios lo guarde y le de muchos más años de los trajinados que lleva en su intacto corazón. A su lado, la mezquindad de quienes lo adversan, desaparece como por encanto. Sólo esa eternidad quisiera, para bien de la república: la de Pompeyo, el Grande. Que hoy reciba de este adoptado hijo agradecido el más fuerte y cálido de los abrazos.

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