Como en el misterio de La carta robada
Nos desvivimos, ahora mismo, con los escenarios que vislumbra, o teme, la perversidad posada en el Gobierno, sin proceder a fijar los que estamos en el deber, y tenemos el poder, de instaurar
Es probable que los venezolanos estemos enfrentados, ahora, a un dilema plagado de engaños, parecido al que describe Edgar Allan Poe en su cuento breve La carta robada.
Creador del relato policíaco, Poe, nacido en Boston el 19 de enero de 1809, tuvo una vida martillada por el tormento. La adversidad fue una sombra cruel, sañuda, que hostigó al «príncipe de los poetas malditos», en la expresión de Rubén Darío, desde su misma niñez, al quedar huérfano, pasando por los incurables desencuentros con el padrastro, su trastornada relación amorosa con Virginia Clemm, una prima enfermiza, de 13 años, en quien descargaba el consuelo de su sospechada impotencia. La evasión que creía encontrar en los letargos del opio y en los delirantes fogonazos del alcohol. Sus virulentas rabietas con los editores. Los apuros económicos que le deparaba su decisión de vivir del oficio de escritor, cuando ningún autor de renombre, en sus tiempos, había coronado semejante hazaña (su obra más reconocida, El cuervo, le proveyó el mayor de los ingresos: 100 dólares). Es una inmolación, su vida toda, que se prolonga justo hasta cuando penetra, quizá inconsciente, quizá aliviado, en las nieblas de su muerte, ocurrida en un hospital de Baltimore, por una causa aún no aclarada (¿el alcohol, las drogas, la tuberculosis, el suicidio?) a los 40 años, perseguido día y noche por los demonios que acompañaron su paso por este mundo, como su obra, pese a todo, luminosa, fascinante, poderosa. «Que Dios se apiade de mi pobre alma», serían sus palabras postreras.
Este «genio enfermo» que, según resume Julio Cortázar, su traductor, dejó en todos «una presencia oscura de Poe, una latencia de Poe», plantea en La carta robada, el enigma vivido por G…, el prefecto de la policía de París, a quien le ofrecen una jugosa recompensa si logra recuperar un documento cuya posesión daba poder al ladrón sobre una persona de las «altas esferas», toda vez que el honor de esta importante figura se vería expuesto si ese papel llegaba a caer en manos de terceros. (Algo así como la renuncia aquella, «la cual aceptó». Ese escrito con firma de rabo e’ cochino jamás apareció, pero alguien debe estar aprovechándose de la retención de tal tesoro. Lo volvió intocable. Y lo convirtió en embajador, quizá. En Portugal, posiblemente.)
El asunto, para acortar la historia, es que el robado sabía bien quién tenía la carta, pues la había hurtado en su cara, en las cámaras reales. Era el ministro D…, un personaje inescrupuloso, zahorí, que «se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre». El dueño del comprometedor documento lo tenía en una mesa de la sala, cuando apareció el ministro D…, quien «reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto».
Con fría destreza, el ministro D… sustrae la carta, sin que el robado, que se da perfecta cuenta de la maniobra, se atreviera a abrir la boca, puesto que en el sitio estaba alguien más, que por nada del mundo debía enterarse de cuanto ocultaba el pliego que le habían desplumado.
Alentado por la recompensa, G…, el prefecto de la policía, emprende una demencial búsqueda de la carta, aprovechándose de que el ministro D… se ausentaba prolongadamente de su casa, donde, seguro estaba el riguroso inspector, escondía el codiciado papel.
Apoyado en un microscopio y en sus llaves maestras, G… revisó cada palmo del inmueble, cuarto por cuarto, abrió cajones, hurgó en los armarios, desarmó sillas, atravesó los almohadones con finas agujas, levantó las tablas de las mesas, examinó los travesaños de todas las sillas, el moho entre los ladrillos, levantó las tablas de todas las mesas, las junturas de los muebles, exploró los sótanos, las alfombras, cada hoja de cada libro, los espacios que quedaban vacíos en los espejos, entre los marcos y el cristal. Ese cansón e infructuoso proceso que le llevó semanas enteras lo completó dos veces, hasta darse por vencido y verse forzado a pedir ayuda.
C. Auguste Dupin, el amigo y agudo observador ante quien acudió el prefecto, se embolsilló 50.000 francos al resolver el asunto en un santiamén, a punta de ingenio. Sin meter sus manos en un solo cajón ni desarmar ninguna silla. Concluyó que la policía, bien adiestrada, había hecho lo que correspondía a sus métodos. «Las medidas eran excelentes pero inaplicables al caso y al hombre en cuestión».
Dupin sabía que era preciso que el intelecto del razonador se identificara con el del oponente. Para poder vencerlo debería adaptarse con lúcida ferocidad a la astucia del malhechor. Así, encontró la carta, arrojada con aparente descuido en uno de los compartimentos superiores de un insignificante tarjetero de cartón, colgado, cerca de la mesa-escritorio, a la vista de todos, en el aposento del palacio. Estaba oculta en medio de su más absoluta evidencia. Cualquiera tendría dificultad para encontrarla allí, tan visible.
En Venezuela, los demócratas afrontamos un misterio parecido, con un método que compite con el de G…, el previsible prefecto de la policía de París. Buscamos, impulsivos, el atisbo de luces, como se dice tanto, al final del túnel. El más anémico candil nos conforta, por instantes, hasta que nos somete de nuevo la depresión, y volvemos a hundirnos en este hastío paralizante, mortal. Nos mostramos dispuestos a torear con impecable puntualidad todos los trapos rojos, uno detrás de otro. Giramos como búhos la cabeza hacia un lado, y ahora hacia el otro, según se muevan los deliberados mogotes de la distracción oficialista. Esperamos, cruzados los brazos, que la Providencia obre el milagro, a Dios rogando, sin cumplir el paso consiguiente, el de dar con el mazo, y ejecutar, cada quien, cuanto le corresponde. Ciframos más fe en la debilidad del malhechor, en la equívoca promesa de su definitiva consunción, que en la fortaleza y en la verdad de quienes están llamados a torcer el rumbo de esta insultante tragedia. Nos desesperamos por contemplar el desenlace, en lugar de aspirar a moldearlo, serena y juiciosamente, como actores, con nuestras propias manos. Somos más dados a interpretar encuestas que a leer los dictados de una nación anhelante, extraviada. En algún momento nos sorprendemos a la espera de un nuevo Mesías capaz de obrar todos los milagros pendientes. Arrastramos complejos inmerecidos tatuados en el alma. Nos desvivimos, ahora mismo, con los escenarios que vislumbra, o teme, la perversidad posada en el Gobierno, sin proceder a fijar los que estamos en el deber, y tenemos el poder, de instaurar.
Pero la carta está allí, colgada, a la vista de todos. Sería en vano buscarla en el fondo de cajones, en los armarios, en almohadones, en los travesaños de las sillas, en el moho que se forma entre los ladrillos. En los engaños. En los trapos rojos. En las encuestas. Está en cada uno, y está en todos. Está en la esperanza, en los sueños, en la determinación. Está en el miedo a tener miedo en la hora crucial. Está en la salvaje vergüenza de estar y no ser.
Repiques
En cárcel de La Planta, como en Uribana, hay «fugas» permitidas de presos, de acuerdo a la respectiva tarifa. La Planta tiene dos meses sin director. Tampoco se hace el conteo de reclusos (pase de números») que, según las normas debería hacerse dos veces diarias. Más presos estamos lo que nos encontramos de este lado de las rejas.
Leído en Twitter:
@luischumaceiro: «Los jueces de Aponte marcharán el 1º de Mayo en defensa de su estabilidad laboral»
@laverdadweb: «Aerolínea exige a joven enferma de cáncer pruebas de que no moriría en pleno vuelo». (Eso le ocurrió en Moscú a Marina Barlukova, de 18 años.)
@LuisPerozoPadua: «1830. Aquel aciago año, Bolívar para salvar la unidad propuso al Congreso que ningún militar pudiera ser Presidente en los próximos cuatro años».
@globovision: «Bolivia extiende feriado por el 1º de Mayo a dos días»
@bbcmundo: «Sudáfrica conmemora Día de la Libertad con liberación de presos»
@ChavezOfficial: «Capriles casa por casa y yo de aeropuerto en aeropuerto»
Esta semana les recomiendo leer, o releer, a Edgar Allan Poe (El escarabajo de oro, El corazón delator, El pozo y el péndulo). Es mi autor predilecto, lo confieso. Me siento identificado con la narración y hasta con la vida de este «genio flotante y melancólico», en palabras de Agustí Bartra. Miren lo que escribió Sir Arthur Conan Doyle acerca de él: «Si cada autor de una historia en algo deudora de Poe pagase una décima parte de los honorarios que recibe por ella para un monumento al maestro, se podría hacer una pirámide tan alta como la de Keops».
«Si crees en los sueños, éstos se cumplirán, porque creer y crear sólo están en una letra de distancia»
Albert Espinoza
Agradezco profundamente los mensajes de tantos lectores y amigos generosos. Hay algunos que, respecto a esta columna, se exceden en su bondad. En verdad, no creo merecerlo:
«Gracias, José Ángel, por hacer de la lectura cotidiana (del periódico) algo más que agradable, gratificante, esperanzador, literariamente accesible». Rafael Silva
«Una excelente demostración de talento y oficio, harto atinada en el propósito de desnudar impudicias. El domingo, en los medios, como en las misas, tus campanadas anuncian». Víctor Barranco
«Una lectura impactante». Manuel Salvador Ramos Viloria
«No dejas de asombrarme». Beatriz Zavarce
«No te fíes de la máscara de quien te muestra el rostro demasiado descubierto»
F. Pananti
¿No el más aberrante de los absurdos que un Gobierno acabe con el empleo y aumente el salario?