Jesucristo no sólo nos ha salvado, sino que nos ha dado mucho más que eso: hacernos hijos de Dios y darnos derecho a una herencia, que es el Cielo. Pero comencemos con lo de la salvación.
Nadie más que Jesucristo puede salvarnos,»pues en la tierra no existe ninguna otra persona a quien Dios haya constituido como salvador nuestro» (Hech. 4, 12). Así habló San Pedro, el primer Papa, al responder a quienes lo perseguían por la curación de un lisiado y porque estaban predicando que Jesús había resucitado.
Jesucristo es el Salvador. Eso, que se dice tan fácil y se ha repetido tantas veces no parece tan aceptado como debiera serlo. Al menos, no parece tan aprovechado. La salvación de Jesucristo nos ha sido dada de gratis, sin ningún esfuerzo de nuestra parte. Sólo debemos aprovechar las gracias que por esa salvación nos han sido dadas. Pero … ¿realmente las aprovechamos? ¿Aprovechamos todas las gracias que el Señor quiere darnos?
Además, si nos fijamos bien, no todos aceptamos la salvación que Jesús nos vino a traer. Por citar un solo ejemplo actual: la re-encarnación. La creencia en ese mito pagano no se queda en pensar que en nuevas vidas seremos otras personas -si es que eso fuera posible. Una de las consecuencias de este engaño que es la re-encarnación, es el pensar que nosotros nos podemos redimir nosotros mismos a través de sucesivas re-encarnaciones, purificándonos un poco más en cada una de esas supuestas vidas futuras. Así que, al creer en la re-encarnación, de hecho estamos rechazando la redención que sólo Cristo puede darnos. Y quedamos de nuestra cuenta para salvarnos. (???!!!)
Ahora bien, Jesucristo no sólo vino a salvarnos, es decir, a rescatarnos de la situación de secuestro en que estábamos después del pecado de nuestros primeros progenitores, sino que por su gracia «no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que realmente lo somos» (1 Jn. 3, 1-2). ¿Nos damos cuenta de este privilegio: ser hijos de Dios y poder llamar a Dios «Padre»? Ser “hijo(a) de Dios” se dice tan fácilmente… Pero ¿nos damos cuenta que Jesucristo, el Hijo Único de Dios, no sólo nos ha salvado, sino que ha compartido Su Padre con nosotros, para que seamos también hijos(as)? … ¿Agradecemos a Dios este altísimo privilegio … o lo tomamos como un derecho merecido?
Continúa San Juan explicándonos la dimensión y las consecuencias de este especialísimo privilegio de la filiación divina: «Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al fin. Y ya sabemos que, cuando El se manifieste, vamos a ser semejantes a El, porque lo veremos tal cual es».
Es lo mismo que San Pablo nos explica así: «Al presente vemos como en un mal espejo y en forma confusa, pero luego será cara a cara. Ahora solamente conozco en parte, pero luego le conoceré a El como El me conoce a mí.» (1 Cor. 13, 12-13). «Cuando se manifieste el que es nuestra vida, Cristo, ustedes también estarán en gloria y vendrán a la luz con El» (Col. 3, 4).
Y todo esto es así porque Jesús nos anunció: «Yo soy el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas» (Jn. 10, 11-17). Y Jesús cumplió, porque su vida la dio, pero la recuperó. Y la recuperó con gloria, porque resucitó. Y con su resurrección nos dará a todos los que le seguimos y le imitamos, la gloria que El tiene y que da a las ovejas de su rebaño. ¿Quiénes son las ovejas de su rebaño? Los que conocen su voz, porque lo conocen a El y le siguen. Esos resucitarán como El resucitó y serán semejantes a El, porque tendrán la gloria que es suya y que conoceremos cuando lo veamos cara a cara, tal cual es.