«La verdadera y única igualdad posible consiste en que todos los ciudadanos tengan unos mismos derechos, y de aquí se deriva otro atributo esencial del gobierno republicano: la alternación en las funciones públicas. Útiles u onerosas, deben todos por los mismos medios y con las mismas condiciones desempeñarlas. En semejante sistema, todo pues debe ser temporal y transitorio en materia de empleos.» Lo escribió Rafael María Baralt en su Historia de Venezuela, hace más de siglo y medio. Lo releía la semana pasada, cuando preparaba un discurso para la conmemoración del 19 de abril en Maracaibo.
Igualdad en los derechos, alternancia en el poder para que todos recuerden que son servidores y no amos del pueblo que los encumbra y los baja por su soberana decisión, porque no debe ser «una nación esclava de los poderes que ha constituido». De eso se trata una República.
La fórmula de Baralt sigue siendo el ideal de un pueblo libre. Ese que hace de la democracia, en palabras de nuestro paisano Escovar Salóm, «un proyecto de decencia colectiva».
La diversidad, la pluralidad, son esencialmente democráticas, pero la desigualdad es radicalmente antidemocrática. Iguales en su naturaleza humana, en el respeto social que merecen y en su reconocimiento constitucional y legal, pobres, ricos y clase media; civiles y militares; nacionales e inmigrantes; indígenas, mestizos, negros, blancos, amarillos; hombres y mujeres; habitantes del campo, el pueblo o la ciudad; del barrio o la urbanización; de la capital o las regiones.
Igualdad en los derechos, igualdad en los deberes, igualdad en las oportunidades.
La igualdad es una aspiración a la que nunca debemos renunciar. Y alcanzarla exige mucho más que discursos y buenas intenciones, reales o presuntas. Exige amplios consensos sociales que den piso firme a su construcción siempre exigente, y políticas públicas progresistas consistentes, continuadas, eficaces.
Igualdad no es presión hacia abajo para emparejar en el infortunio y la penuria, mientras una vanguardia privilegiada mira desde arriba. Tampoco es amarrar la creatividad ni prohibir el afán de superación.
Algunos dicen que es una quimera, otros, como Balzac, la creían posible en el derecho pero imposible en los hechos. Para los humanistas cristianos deriva de la condición humana y su dignidad, para los liberales se traduce en «el derecho de obedecer todos a una misma ley», para socialistas y socialdemócratas es una exigencia de justicia y, por lo tanto un reclamo reivindicador. Al final, puede vérsela en concreto, con ejemplos de carne y hueso. Si los hijos de cualquier mujer en cualquier parte, muchas veces de un mujer sola, pueden nacer en un buen hospital y su madre recibió cuidados prenatales apropiados. Si reciben la atención médica necesaria. Si viven bajo un techo digno, aunque sea modesto, en urbanismos sanos. Si van a una escuela de calidad que forme e informe, y con apoyos como bibliotecas y deporte pueden proseguir sus estudios hasta donde los lleven su talento y su esfuerzo. Si teniendo los conocimientos, pueden encontrar dónde o en qué trabajar, dependientes o por su cuenta, y la seguridad social se ocupa de asistirlo en esas inevitables contingencias de la vida. Si su entorno es razonablemente seguro y la ley le traza el rayado de la cancha y reglas justas para su actuación de modo que su derecho a progresar y a tener lo suyo esté garantizado. Entonces habrá igualdad, y podremos afirmar sinceramente que su destino dependerá solo de su capacidad, de su perseverancia, de su disciplina, de su fuerza de voluntad.
Esa igualdad es posible. No la alcanzaremos por un pase de magia ni la traerá por si solo un cambio político. Jamás llegará por obra de la retórica demagógica. Pero sí por el trabajo de todos y cada uno, por nuestra capacidad de generar consensos, por un liderazgo responsable y comprometido, por decisiones políticas correctas sostenidas en el tiempo. En esa dirección podemos andar del 7 de octubre en adelante. Porque hay un camino.