Se nos ha ido Rafael Andrés Montes de Oca— Pepi, como le conocimos todos—, cuando más lo necesitamos. Políticos inteligentes, demócratas, cultos con un verdadero sentido patriótico, formados en las dificultades, como era Pepi, son necesarios en esta hora mengua y obscura de crisis nacional. Especialmente, para que participen en la insoslayable tarea de reunificar al país. No ya como conductores, que lo fueron y de excelencia, pues es necesario que se encargue una nueva generación de dirigentes, que tome lo mejor de nuestra democracia sin sus vicios. Pero sí como consejeros, para que nos ayuden a la reconciliación nacional, después que tanto odio se ha sembrado entre nosotros, y retomemos el camino de la tolerancia, la civilidad y el progreso perdidos en la instalación de un modelo fracasado en todos los ordenes como es el modelo castro-stalinista que se quiere copiar de Cuba. Su último bastión en Occidente, a la que sólo le ha traído esclavitud y miseria. Pero, que se intenta imponer en Venezuela, contra la gran mayoría que lo rechaza, bajo el disfraz de un nacionalismo liberador, cuando el País nunca había sido más entregado política y económicamente a intereses extranjeros.
Hacen falta hombres como Pepi, en verdad. Pues Rafael Andrés Montes de Oca fue precisamente el político de la tolerancia y el diálogo. Formado en el Colegio La Salle bajo la doctrina social cristiana de amor al prójimo y de la responsabilidad social de la acción individual, no podía ser de otra manera. Se hizo político muy joven, se estrenó como líder de la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) en defensa de la educación cristiana que el llamado Decreto 321 intentó eliminar, en 1947. Cuando llegó al poder, dos décadas después, también en momentos difíciles cuando se socavaba con la lucha armada la naciente democracia venezolana, Pepi fue uno de los autores y actor de la política de pacificación que acabó con la guerra de guerrilla a que había arrojado a una parte de nuestra juventud, la perversa mano del castrismo en la década de los sesenta. Con la pacificación se formó la nueva izquierda nacional, como han escrito con propiedad aquellos de sus dirigentes que conforman la izquierda democrática, con el verdadero socialismo que ha acabado con la pobreza en los países que lo han adoptado sin renunciar a la libertad.
Como persona Pepi fue, en primer lugar, un gran ciudadano. Atento a los intereses comunitarios, siempre dispuesto a usar su influencia a favor del bienestar común. Ejerció el comercio en nuestra ciudad; fue miembro de la Cámara de Comercio y de su Directorio.
Como líder, se destacó en el Partido Social Cristiano COPEI, pero sólo el egoísmo incomprensible de unos dirigentes que no cedieron el paso a las nuevas generaciones le impidió su ascenso a la Presidencia de la República. Y, hoy nos preguntarnos, si con Pepi no se hubiera evitado la pérdida del rumbo que nos trajo a la actual confrontación de una patria dividida en dos partes enfrentadas.
Pepi fue un hombre culto, como pocos. Conocía profundamente la Historia Nacional y sus profesores en Derecho en la UCV se lo reconocían, aunque las obligaciones familiares le impidieron formarse en sólido constitucionalista y académico como de él se esperaba. Pepi fue docente en sus años juveniles y formó algunas generaciones de estudiantes en el Colegio de las Hermanas de la Inmaculada Concepción, El Colegio de La Salle y el Liceo Lisandro Alvarado: discípulos que todavía recuerdan sus brillantes clases de Historia y de Literatura.
Como diputado, senador, gobernador y ministro (encargado en varias oportunidades de la Presidencia de la república) Pepi fue un hombre público amplio, progresista y emprendedor, siempre dispuesto a escuchar a todo aquél que le solicitaba su ayuda. Tenía la virtud envidiable como hombre público de poseer una memoria prodigiosa. Conocía los nombres y la vida de incontables personas, de todo aquél que se le acercaba, a quienes podía saludar con nombre y apellido y preguntar por detalles de su vida y de su familia. Pepi tenía tantos y sinceros amigos, que con sólo ellos hubiera podido formar su propio partido político; pero, nunca tuvo la debilidad del culto a la personalidad, ni en sí mismo ni en extraños. Se destacó siempre por su sencillez, humildad y de tratar a todos por igual: de presidentes a obreros.
Como orador Pepi se lucía en la tribuna pública, de verbo inteligente, airoso y encendido, a quien nunca se le escucho una palabra ofensiva y descalificadora, menos vulgar o procaz. Supo tratar a sus adversarios con cortesía y respeto; como oponentes en la lucha democrática, no como enemigos a quienes se debe destruir como se pretende ahora. Pero también fue Pepi el conferencista ameno y bien informado para un público selecto interesado en materias relacionadas con la historia, la economía, la sociología, las leyes y la administración pública. Sus entrevistas y charlas por la televisión local son paradigmas de su talento comunicador.
Como hombre de familia Pepi fue un ser ejemplar. Son testigos sus hermanos, su esposa y sus hijos, que siendo Pepi un hombre dedicado a la agobiante y absorbente tarea de la política, siempre pudo dedicarle el tiempo que lo necesitasen.
Como amigo, Pepi fue consecuente y fiel. Tuvimos el privilegio de que nos aceptara como tal. Una amistad que en primer lugar heredé de mi padre, Alberto Castillo Arráez . Pero, que siempre ha estado en deuda, porque gracias a Pepi regresé a realizar mi carrera profesional en Barquisimeto. Fue con el apoyo de Pepi, Froilan Alvarez Yépez y Luis Oropeza con quienes se iniciaron la práctica y la profesionalización de la informática en el Estado Lara y gracias a ellos pude asesorar la creación de la Empresa Regional de Computación (ERCO) y la carrera de Análisis de Sistemas que después condujo a la creación de la Escuela de Ciencias en la UCLA.
Que sirvan estas palabras, de modesta pero muy sentida elegía, de despedida al buen amigo y distinguido hombre público; en reconocimiento a esa deuda que no sólo tengo yo sino que tenemos especialmente los larenses con Pepi. Y sirvan también para hacerle llegar mi más sentido pésame a su dilecta esposa Graciela, a sus hijos Rafael Ignacio, Lisandro y Juán José, sus nietos, y sus hermanos Teresita, Martín Aquiles, Emma Cristina (la Nena) y Sonia.