Tengo la suerte de compartir en un Curso de Doctorado en Ciencias Políticas con el periodista y amigo Juan Carlos Fernández, ex candidato a la Alcaldía de Maracaibo y artífice del programa de opinión: «A Punto», transmitido por televisión y radio en la ciudad de Maracaibo.
Mientras que mi persona es un cómodo observador de la política, un teórico de la misma y nada más, he tenido que rendirme a la evidencia de que el político de acción es otra cosa completamente diferente. En primer lugar, el que se involucre en la política debe estar casado con la ambición en el buen sentido de la palabra. Querer figurar en los escenarios públicos, y a través de las distintas responsabilidades, llevar a cabo un trabajo eficiente que logre el reconocimiento y las relaciones mínimas para seguir avanzando hacia otros puestos de mayor relevancia. Aunque cuidado, en nuestro medio, la meritocracia está bajo sospecha y poco abunda. El desempeño político está más asociado a una lealtad personal o partidista.
Muchas veces el dilema planteado es hasta que punto la ambición personal en política logra legitimarse con el buen rendimiento como servidor público. O teniendo el talento y la aspiración para llevar a cabo un buen trabajo no se logra el apoyo de una maquinaria electoral que te permita llegar. Y luego, si llegas, a cambio de hipotecar tú gestión por el apoyo recibido, quedarte con las manos atadas.
Aunque hay algo que me preocupa aún más: ¿Vale la pena aspirar a una diputación en una Asamblea Nacional donde la política ha sido degradada? ¿Dónde muchas veces los puños están por encima de los argumentos inteligentes? ¿O donde una mayoría tramposa descalifica al adversario sin reconocerle protagonismo? En mis adentros, y ya que no tengo la piel de elefante, me digo a mi mismo: que no vale la pena. Que la casa que hace las leyes, hoy en la Venezuela actual, es un completo gallinero que avergüenza y envilece. El signo de una Venezuela fracasada.
Aunque, me atrevo a pensar, que Juan Carlos Fernández y otros de su talante y condición, merecen llegar hasta ahí para adecentar nuestra política, haciéndola creíble y útil. Recuperando la institucionalidad perdida y apostando por el engrandecimiento del país. Políticos sensatos y laboriosos, probos y responsables en el cumplimiento de sus tareas que hayan puesto su fe en las posibilidades de una democracia moderna al servicio de la ciudadanía. Donde el poder y el gobernante le rinden cuentas a la sociedad y no al revés. En suma, políticos de bien.