“Por más encumbrada que esté una persona, siempre está sentada sobre su…”, en aras de la elegancia de la lengua, vamos a decir “trasero”. Ese le- trero lo vi hace muchos años en uno de esos mosaicos de cerámica deco- rativos para colgar en las paredes. En ese entonces lo cité en una un texto muy breve para referirme al caso del gran pelotero Pete Rose, execrado del béisbol de las Grandes Ligas por haber hecho apuestas en los juegos. Tan fuerte fue el castigo, que se le cegó la posibilidad de llegar al Salón de la Fama de Cooperstown, para lo cual le sobran méritos. Lo envié a la sección de cartas a El Nacional de Caracas y tanto le gustó al entonces encargado de la página editorial, el lamentablemente desparecido Juan Carlos Valenzuela, que me pidió siguiera escribiendo semanalmente textos así para esa página. Salieron muchos, no recuerdo por cuántos meses o años, pero un día vino otro jefe, no publicó más mis breves sentencias, le comentó a alguien que porque escribía muy corto y entonces empecé a es- cribir artículos completos, por supuesto, dentro de la brevedad periodística conveniente. Pasó mucho tiempo. Me entendía con el amable Pablo Bra- ssesco (q.e.p.d.) y él a veces me pedía temas específicos para una suerte de debate que publicaban los domingos. Un día a Pablo, por razones de ajustes económicos, lo sacaron del periódico. Me informó que debía enviar mis artículos a Cynthia Rodríguez. Así lo hice, le envié dos o tres, no me paró: ni uno salió. Mi vida periodística en tan principal diario de la capital llegó a su fin: “Por encumbrada que esté una persona…”
¿Pero a qué viene este preámbulo si aparentemente no se ajusta al tema de mi columna de hoy? ¡Yo quiero hablar sobre el sacerdocio! Vivida ya la Semana Santa y ahora en la segunda semana de Pascua, para los que a- sistimos a los oficios correspondientes, la presencia sacerdotal ha sido ple- na. Nuestra Iglesia se apoya y se nos entrega en el sacerdocio, desde el Sumo Pontífice hasta el más humilde párroco de un pueblo perdido de pro- vincia. Sin sacerdotes no tendríamos la Santa Misa ni los sacramentos, mal podríamos encaminarnos espiritualmente. El sacerdocio ministerial es in- dispensable para nuestra santificación, pero también es importante saber, vivir, que todos los bautizados tenemos alma sacerdotal, pues nos está en- comendado ser nosotros también intermediarios entre las almas y Dios, acercar éstas a la Verdad, llevarlas a la Iglesia para que reciban la gracia a través de los sacramentos que imparten los ministros sacerdotes.
Estamos equivocados cuando creemos que recibir el orden sacerdotal es un privilegio, es más bien una misión muy dura y por eso es conveniente rezar mucho por nuestros sacerdotes, por su santidad y eficacia, en lugar de hacernos eco de las críticas que a menudo reciben. Los sacerdotes son hombres de carne y hueso, por lo tanto están sometidos a las tentaciones de todos los humanos, desgraciadamente están siempre en la mira de un público ávido de escándalos. Por su misma posición en la comunidad, son presas fáciles de adversos comentarios. Aquí es donde ha de brillar la cari- dad en nosotros, sus hermanos laicos, para defenderlos y cortar las con- versaciones denigrantes sobre ellos.
Sin embargo, no hay duda de que los mismos sacerdotes deben cuidarse mucho, no exponerse a situaciones peligrosas para la santidad inherente a su condición sacerdotal. Todos queremos sacerdotes santos, imagen de Jesucristo, que sean luz en el ámbito de su ministerio, nunca ejemplo de fri- volidad e inconsistencia. Que su vida sea coherente con lo que predican. Si descuidan la pulcritud de sus acciones, fácilmente pueden resbalar hasta el abismo del pecado. Demasiados casos hay por allí de esta dolorosa caída en desgracia. Todo empezó por un consentimiento previo con algo que no estaba bien aunque parecía poca cosa. No hay poca cosa en todo lo que sea cuidar la santidad personal.
El primer sumo sacerdote del pueblo israelita una vez que salió de la es- clavitud de Egipto hacia la libertad, fue Aarón, hermano del gran conductor, profeta y líder Moisés, el elegido de Dios. Cuando éste estuvo 40 días en el Sinaí en oración y recibió las Tablas de la Ley, al bajar encontró al pueblo adorando a un becerro de oro que le había hecho Aarón por debilidad de carácter para defender al Dios único. Por eso te digo, amigo sacerdote: ¡a-
cuérdate de Aarón…! Pues “por encumbrada que esté una persona…”