De regreso a su Colombia natal, Fernando Botero, que el jueves cumplirá 80 años, no tiene planes de jubilarse y asegura que la sola idea de dejar los pinceles le «aterra más que la muerte», en una entrevista exclusiva conla AFP.
Más de 3.000 pinturas y 300 esculturas no han calmado las ansias de uno de los artistas plásticos vivos más conocidos del mundo, quien viajó a Colombia a presentar su más reciente colección «Viacrucis».
«Pienso con frecuencia en la muerte y me da lástima irme de este mundo y no poder trabajar más, porque tengo un gran placer trabajando», confiesa en su casa campestre de Rionegro, una zona exclusiva a las afueras de Medellín (400 km al noroeste de Bogotá), ciudad donde nació y comenzó a vender sus primeros dibujos con apenas 15 años.
Rodeado de fincas de empresarios, incluso la del ex presidente Alvaro Uribe, la antigua hacienda donde se aloja transmite un engañoso aire de lugar de descanso, pues Botero dedica aquí unas diez horas diarias a su obra y dice que no puede imaginar nada peor que «una enfermedad que le impida a uno trabajar».
«Trabajo más ahora, tal vez por el hecho de que sé que es limitado el tiempo que uno tiene para hacerlo», señala con una sonrisa en el taller que ha levantado en medio de un jardín exhuberante, apartado de la casa que custodia un agente de policía.
Botero, a quien cariñosamente los colombianos llaman «maestro», suele venir a estas colinas de los Andes solamente una vez al año, en enero, cuando junto a su esposa, la griega Sophia Vari, huye del invierno europeo.
De resto, su vida pasa entre el taller que tiene en Toscana (Italia) y sus residencias de Mónaco y Nueva York. Definitivamente, ha descartdo volver a vivir en Colombia y apunta que no tiene «nostalgia del principio de mi vida, porque no fue nada fácil».
«Cuando yo empecé ésta era una profesión exótica en Colombia, no era aceptada ni tenía ninguna perspectiva». Cuando le dije a mi familia que me iba dedicar a la pintura respondieron: ‘Bueno, está bien, pero no le podemos dar apoyo’. Lo hice igualmente y afortunadamente aquí estoy pintando todavía», rememora entre carcajadas.
Como una ironía, la misma escuela que le reprobó de adolescente ahora lleva su nombre.
Botero, que hace 62 años partió a descubrir Europa y Estados Unidos, recuerda su llegada a Nueva York con 200 dólares en el bolsillo como único capital.
En esa ciudad conoció al director el Museo Alemán, Dietrich Malov, quien impulsó su carrera en los años 1970, luego de exitosas exposiciones del artista en Alemania.
«Pasé de ser un completo desconocido que no tenía ni siquiera una galería en Nueva York a ser contactado por los más grandes marchands del mundo», narra Botero, que alimentó su fama con figuras voluminosas y formas generosas.
Ese estilo surgió como una revelación en 1957, con la pieza «Naturaleza muerta con mandolina». Entonces, por casualidad, hizo un agujero demasiado pequeño para ese instrumento y de golpe, «entre el pequeño detalle y la generosidad del trazo exterior, se creó una nueva dimensión que era como más volumétrica, más monumental, más extravagante, más extrema».
Botero se declara a sí mismo defensor del volumen en el arte moderno, del cual deplora su desaparición. Amante del renacimiento italiano, cree que su éxito se debe a que su pintura «no requiere de explicaciones. Habla directamente como habló siempre la pintura».
Aunque asegura que mantiene «la cabeza bien puesta», no puede evitar sentirse emocionado por la acogida que recibe en Colombia. «Es una manifestación de afecto muy grande, creo que muy pocos artistas en la historia han tenido el privilegio de este tipo de reconocimiento», dice al evocar que por las calles la gente le saluda con la frase «Gracias, maestro».
Se trata, en todo caso, de un amor correspondido. A Medellín, Botero le ha regalado 200 pinturas y decenas de esculturas que pueblan los parques y plazas públicas.
Una parte de su colección personal fue donada al Museo Botero de Bogotá, a cambio de que el ingreso sea gratuito.
Al referirse a esas donaciones, que según los expertos sumarían unos 200 millones de dólares, resalta que «es un placer más grande que tener los cuadros colgados en casa».
Además, reivindica las exposiciones al aire libre como algo «muy revolucionario», que ha realizado ya en los Campos Elíseos de París, en el Canal Grande de Venecia, e incluso frente a las Pirámides de Egipto.
Más allá de la belleza, también los conflictos le han servido de inspiración. Sobre su país hizo la serie ‘La violencia’, y todavía hoy se justifica por haber retratado a Manuel Marulanda, el fundador de la guerrilla comunista FARC.
«Marulanda era como un símbolo negativo, como puede ser Al Capone en Estados Unidos, y es parte de la historia de Colombia, quiéralo uno o no», explica.
Una historia trágica que muy a su pesar le ha tocado también. En 1995, una bomba destruyó su escultura ‘El pájaro’, en un parque de Medellín, donde luego se colocó una réplica de la obra.
Sin embargo, Botero afirma que la política, «no es el oficio del pintor», aunque una de sus más recientes series es sobre los carceleros de la prisión estadounidense de Abu Ghraib, en Irak.
«Lo hice por la repugnancia que me produjo la hipocresía de un país que se presenta como modelo de compasión y como modelo defensor de libertad», refiere.
¿Dónde lo llevará su próxima inspiración? No lo sabe. «He pintado todo lo que me ha pasado por la imaginación, pero nunca he sabido el día antes lo que iba a pintar al día siguiente».
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