El bocón

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La libertad de opinión exige una acerada moralidad y un coraje que las Constituciones no ceden gratuitamente a quienes la practican. Ser un hombre libre de hacer y decir lo que realmente se piensa es privilegio de raras aves. Ozzie, el bocón, está muy lejos de serlo.

Es muy emocionante ver documentales de la Guerra Civil española en que fusilados gritan en el último minuto ¡Viva la República! o ¡Viva Cristo Rey! Tan emocionante como ver otros en que fusilados por los nazis gritan ¡Viva la libertad! Sé de muchísimos casos de compañeros asesinados por los esbirros uniformados del general Pinochet que murieron gritando ¡Abajo la dictadura! Como de muchos fusilados por los guerrilleros fidelistas que asesinaron a miles de combatientes anticastristas de El Escambray mientras gritaban ¡Muera el comunismo!

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El coraje en ser capaz de mantener las opiniones que han hecho carne en quienes las mantienen dignifica a quienes las sostienen aún en el momento postrero de sus vidas. Es un valor de humanidad ajeno a la naturaleza de la opinión. Poco importa si quien sufre estoicamente las consecuencias de su verticalidad es de derecha o de izquierda, ateo o creyente, católico o musulmán.

Pues la libertad de opinión no es de una sola vía. Ni se concede gratuitamente por quítame allí estas pajas a quien, llegado el momento de rendir cuentas por sus decires, se le ocurre excusarse farfullado que “cuando dije Diego dije digo”. Es un derecho adquirido por quienes están dispuestos a poner sus vidas al servicio de sus creencias. Y particularmente de aquellos que prefieren morir a dejar de alzar el estandarte de la libertad ante los atropellos de las tiranías.

He pensado en todos estos complejos aspectos del problema de la libertad de expresión y de opinar libremente en cualquier país y bajo cualquier circunstancia ante el lamentable y patético caso del pelotero Oswaldo Guillén, objeto de una acalorada controversia en nuestro país y en los Estados Unidos a raíz de las declaraciones que diera a la revista norteamericana Time.

Lo primero que se me viene a la mente ante el escándalo suscitado por el supuesto malentendido es el sagrado derecho de Guillén, como de cualquier otro ciudadano, a pensar lo que bien le parezca y a opinar al respecto según su sano e inviolable derecho. ¿Qué admira a Fidel Castro? ¿Por qué no, si lo admiran millones de seres humanos en todo el planeta? ¿No acaba de visitarlo la joven universitaria chilena Camila Vallejo, quien llegó al extremo de recomendar “sus luces” para que los políticos chilenos iluminen la que ella considera equivocada senda de su Patria?

Desde luego: una recomendación que puede sostener como militante del Partido Comunista chileno, al que los ciudadanos decidirán si respaldan o castigan electoralmente por tan insólita apreciación. ¿U olvidarán los chilenos la inmensa responsabilidad de Fidel Castro en la más grave tragedia vivida por Chile en el siglo XX, que se saldara con 17 años de tiranía, miles de muertos y desaparecidos y un balance de tribulaciones y sufrimientos verdaderamente aterradores? ¿Puede una dirigente estudiantil que protagoniza insurrecciones a favor de la democratización de la enseñanza y la participación de los universitarios en la política y gestión de sus casas de estudio olvidar que esos derechos no sólo están absolutamente prohibidos sino que pueden ocasionar la cárcel, incluso la muerte, en la isla del Dr. Castro que acaba de deificar con sus declaraciones?

Es allí donde comienzan a aparecer los distintos y contradictorios aspectos del espinudo problema de la libertad de expresión. O mejor dicho – pues de eso se trata – de las obligaciones, derechos y responsabilidades que acarrea en quienes hacen un uso indiscriminado, irresponsable, gracioso o baladí del mismo. Como es el caso del manager de los Marlins, de Florida. Estado prácticamente sacado de la nada en que vegetaba gracias a la proverbial laboriosidad, talento empresarial, ingenio e inventiva de los cientos de miles, si no millones de cubanos que llegaran a sus áridos arenales a fines de los cincuenta y comienzos de los años sesenta huyendo de una revolución que pisoteó no sólo el derecho de expresión, sino todos y cada uno de los derechos humanos. Particularmente el derecho a la vida. Para instaurar una tiranía que ya se prolonga por 53 años y de la que aún no se vislumbra el desenlace.

¿Podía entonces un profesional contratado por un equipo de beisbol que expresa a ese Estado, en una ciudad dominada por hispano cubanos allí concentrados para superar el dolor, la pobreza y las penurias del destierro – incluidos miles de venezolanos – defender públicamente al responsable de ese horror, que ha acarreado además la muerte de generaciones enteras en América Latina y cuya injerencia imperial en su patria de nacimiento ha provocado la ruina de toda una cultura, el encono de toda una sociedad y el peligro inminente de la desaparición de todas las libertades públicas sin esperar que se moviera una espiga bajo la imaginable furia de los afectados?

Desde luego que podía hacerlo. Si con ello expresaba su profundo sentir. Y lo podía hacer incluso en un país enemistado con el sujeto de marras, que cuenta con todos los derechos que les son arrebatados a los ciudadanos cubanos desde hace 53 años. Y hacerlo, además, en una de los más importantes y afamados medios de aquel país. Uno de los más prestigiosas del mundo. Pero sólo podía hacerlo si estaba dispuesto a renunciar a todos los exclusivísimos privilegios de que disfruta, concedidos directa o indirectamente precisamente por la comunidad hispano cubana que ofendía con sus declaraciones. Podía hacerlo si estaba dispuesto a renunciar al suculento salario que le asegura el club que representa a dicha comunidad, salario inalcanzable para el 99,99% de los ciudadanos cubanos o venezolanos y que se aproxima, según se informa, a la friolera de casi diez mil dólares diarios. Lo que un médico cubano puede que no alcance a ahorrar a lo largo de toda una vida de ingrato trabajo.

Poderoso caballero es don Dinero, cantaba Francisco de Quevedo. Tan poderoso, que el fulgor declarativo de Oswaldo Guillén se esfumó como por arte de magia en medio de un mar de lágrimas en cuanto entrevió las consecuencias desastrosas de su soltura de lengua. Debo confesarlo: si se mantenía en sus trece, asumía el para mí injusto despido y renunciaba a sus $ 10 mil diarios por amor a Fidel Castro, hubiera propuesto levantarle un monumento en homenaje a su admirable sentido del honor y la verdad. Que, estoy seguro, ninguno de los capitostes del régimen, de Diosdado Cabello a Rafael Ramírez y de Jorge Rodríguez a los rectores del CNE, estarían en capacidad de imitar. ¿O alguien cree que Luisa Estella Morales o Tibisay Lucena están dispuestas a renunciar al chavismo perdiendo los cientos y cientos de miles de dólares anuales que devengan – a cambio oficial, del que disfrutan libremente, por cierto y sólo por ser obsecuentes esclavas del teniente coronel, hijo putativo del por Guillén amado Fidel Castro?

La libertad de opinión exige una acerada moralidad y un coraje que las Constituciones no ceden gratuitamente a quienes la practican. Ser un hombre libre de hacer y decir lo que realmente se piensa es privilegio de raras aves. Ozzie, el bocón, está muy lejos de serlo.

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