La apelación del dictador a Cristo, por humano y enfermo, o acaso para manipular los símbolos cristianos en una hora crucial de su vida política, muestra, en una u otra circunstancia, que el fanatismo ideológico no rinde frutos, sea fascista, sea marxista. Nadie piensa en Santa Bárbara sino cuando truena.
En mi libro La democracia del siglo XXI y el final de los Estados (www.observatoriodemocratico.org) doy cuenta sobre el tiempo de ruptura que nos acompaña en el Occidente cristiano. Las organizaciones políticas -poderes públicos y partidos como vínculos de éstos con la sociedad civil- y la base territorial que les define a partir de la modernidad: los llamados Estados Naciones, hijos de la Ilustración y las revoluciones de los siglos XVIII y XIX, ceden y son desplazados hoy por imperativo de la Era digital y la idea de la Humanidad.
Dos tendencias pugnan y ocupan la transición: el intento de los gendarmes para afirmar el valor intangible de la patria de bandera, por una parte; y por la otra, dada pulverización de las naciones sin tesitura cultural arraigada, el igual intento del populismo mesiánico para legitimar los nichos o cavernas o enclaves o retículas sociales que adquieren forma creciente e impermeable dentro de los Estados, a la luz de necesidades primarias del hombre o la mujer contemporáneos.
No por azar el dirigente comunal o cabeza de una ONG de derechos humanos o ambientalista, de un movimiento campesino o indígena, o el líder de una secta neoreligiosa o barricada de descamisados, es más importante que el mismo Secretario de la ONU. Y es esa sociedad anómica, disuelta de lazos políticos formales y negada a la pluralidad, la que catapulta, a manera de ejemplo, la primavera árabe, o la que le da frente al cruento genocidio que ejecuta el gobernante sirio.
Pero lo cierto es que más allá de arrestos excepcionales como el señalado, quienes fungen como gobernantes de nuestros Estados son apenas ventrílocuos de aparatos muertos: sus oficinas de gobierno y los mismos parlamentos; y en la otra banda, el mundo socialmente invertebrado apenas se conecta bajo la urgencia de lo circunstancial, como el derrocamiento de un dictador, la elección de un gobernante de turno, o el cobro de una dádiva.
El pueblo negado a la patria artificial y afecto a las patrias de campanario – según la bella imagen de Unamuno – es presa de cosmovisiones caseras; rechaza a quienes considera distintos y esgrime como identidad o muro de defensa en un tiempo de desafíos inéditos, el derecho a ser diferente. Todos a uno, eso sí, huérfanos de ciudadanía – afrodescendientes, sin tierra, ambientalistas, indigenistas, lesbianas o gays – y ante la muerte de los Estados, sufren de la desesperanza. Viven presionados por los miedos, como igual ocurre durante el Medioevo.
De modo que, mirando sobre las páginas de nuestra historia más remota y para imaginar el porvenir, no es ocioso considerar que en el momento en que se forja la civilización cristiana y se fijan las bases de la cultura occidental; y cuando las localidades del mundo helénico y oriental desaparecen, exacerbando la lucha de clases y el atropello imperial romano, la gente común – esclavos y libertos – mira hacia las reglas del Decálogo. En este encuentra soluciones para su drama.
La transmigración de pueblos, la mixtura entre judios y gentiles, quienes abandonan aldeas y materiales o tradiciones culturales primitivas, presionados por el volcán del tiempo nuevo que les acompaña y las empuja al cosmopolitismo hace dos mil años, inicialmente provoca pesimismo y apatía. No pocos buscan refugio en las creencias demoníacas, para comprender lo que no comprenden.
Al final, el desarraigo que provoca la «desnacionalización» y el igual repudio a los opresores, le permite a esclavos y libertos buscar una vida mejor bajo los valores del cristianismo en cierne. El voluntarismo y la racionalidad pura le dan paso a la trascendencia y la moralidad dentro del marco «globalizador» de lo mediterráneo.
No obstante lo anterior, en un mundo como el actual, que abre sus espacios al cruce de religiones y culturas mundiales, y deja atrás, como en el pasado remoto, materiales mitológicos y profanos, «no deberíamos hacer demasiadas extrapolaciones, porque la evolución histórica depara siempre muchas sorpresas», como lo previene Papa Ratzinger. Mas cabe, eso sí y por lo pronto, «vivir para lo esencial» e imperecedero, a saber, volver al corazón del hombre, Ser uno, único e irrepetible, necesitado de amar a los otros y del amor de los otros, pionero de la civilización en sus distintas manifestaciones.