De los periodos de la emancipación más signados de adversidad y de heroicos sacrificios del bando patriota, sobresale este infausto año de 1812. Suceso tras suceso, cada uno, más devastador que el otro, sumieron al país, en una escala de reveses sin fin. Al influjo de tan perseverantes circunstancias y por obra de la nefanda traición del sub-teniente Francisco Fernández Vinoni, facilitó al enemigo apoderarse del estratégico bastión de Puerto Cabello, fortaleza militar capaz de interceptar el avance de la arrogante agrupación española.
Comandaba la base de Puerto Cabello, el joven coronel Simón Bolívar, quien en tan desdichado trance, apreciando la dimensión del desastre ocasionado exclamó en vehemente pesadumbre: ¡La Republica se ha perdido en mis manos! Recobrando la serenidad y para cerrar el paso a la inculpación confesional, de inmediato expresó, con ánimo responsable y consciente: “Yo no soy culpable, pero soy desgraciado y eso basta”.
Vino a aumentar esta tragedia desatada la intempestiva irrupción del oscuro capitán de Fragata, Domingo de Monteverde, que a su marcha sumaba la adhesión clamorosa de efectivos realistas y de espíritus no vinculados con el proceso emancipador, contribuían con el propósito de conquistar a Caracas como centro político de la nación.
En San Mateo, feudo de los Bolívar, el Generalísimo Miranda, en el ejercicio de los poderes específicos de que estaba investido, firma una desfallecida capitulación con el jefe insurgente, Monteverde. Se disuelve la Primera Republica, nuestro máximo pedestal de soberanía y libertad y esta nueva desventura abniega todo el país y como inmediata secuela de la intimidación unida a la imposición de la fuerza, se impone otra vez, en el cuerpo de la patria encarnecida, la retaliación y la venganza en contubernio inseparable.
En medio de estas circunstancias apremiantes y difíciles para las armas republicanas, se hace sentir el terrible sismo devastador que estalló el malhadado día 26 de marzo de 1812. Era jueves santo, como en el día glorioso de advenimiento de la independencia. En las más importantes ciudades los daños del terrible movimiento telúrico se pusieron de manifiesto arrasando y despoblando; derribando casas, edificios e iglesias, con fatal resignación y con ánimo implacable de desolación y violencia.
Ciudades prosperas, que iniciaban su ritmo de organización y progresos se vinieron al suelo. Todo se convirtió en poco tiempo en campo sombrío de destrucción y muerte. Ciudades reputadas de airosa arquitectura y teatro de actividad económica y social, se transformaron por las fuerzas vertiginosas del sismo en huestes inservibles, fatalidad y sombrío augurio, el panorama que asomaba por todas partes, sembrando desaliento y aflicción.
Barquisimeto perdió sus mejores construcciones de paredes apisonadas, se derribaron fácilmente, en los primeros instantes del pavoroso sismo. Cayó destruida en pedazos la torre de la venerada iglesia de Nuestra Señora de La Concepción, el campanario se resistió la ira profunda del tiempo. Pervivió también el puente Bolívar, que para fortuna nuestra, con el campanario, constituyen las dos únicas obras de estilo colonial que conserva la ciudad, como dos auténticos testimonios de su arquitectura colonial.
El sismo arrasó la ciudad de San Felipe el fuerte y, como en ocasiones anteriores, un pueblo estoico, indómito al dolor, con recobrado brío y al abrigo de las furias desatadas, reconstruyó la abatida ciudad, repobló fuentes de vida, restañó heridas, sembró de pensiles el marcito yermo y al andar del tiempo, en sitio ameno y lozano, reapareció la ciudad, en medio de sus galas propicias y su esplendor connatural. Era el milagro de la indomable estirpe de los inflexibles cerritenses, que volvían a plantar los penates queridos, para saturar de vida el imperecedero pendón de la ciudad. Una vez más se levantaba del cobijo familiar la heredad solariega, en el in par simbolismo de San Felipe, redivivo, como en la alegórica evocación de Rafael Pineda: la Pompeya de Venezuela.
La suerte adusta acompañó con el mismo destino a otras poblaciones de la hermandad venezolana, Puerto Cabello queda casi sumergido, La Guaira, también ve desaparecer su elevado poblado y sus graciosas veredas que pueblan las colinas danzarinas. Todavía, La Victoria, Caracas y otras zonas pagan su tributo en esta ola expansiva de sangre, muerte y dolor, que envolvió a toda la patria, ese fatídico 26 de marzo de 1.812. Hace 200 de evocación y aflicción.
El terremoto de 1.812, mucho se hizo sentir en Mérida, una de cuyas víctimas fue el excelentísimo Obispo Milanés. La enorme fuerza del fenómeno telúrico destruyo de raíz la fábrica de una catedral que construía el malogrado Obispo con planos de la grandiosa Catedral de Toledo. A este respecto, el Cardenal Quintero, hace esta significativa explicación: “Si por fuerzas superiores e invencibles trunca quedó la obra, ello no amengua la gloria del soñador que intentó realizar” (Monseñor José Humberto, Cardenal Quintero, Obras Completas, 685)
El recuerdo permanente de este devastador terremoto quedó esculpido en la denominada faja de Boconó, esa zona sísmica, de largo recorrido, desde Mérida a La Guaira, una constante referencia a los lugares, donde pueden presentarse, con mayor poder destructivo, estos desastrosos fenómenos naturales.
En el primero de sus grandes documentos políticos, El Mensaje de Cartagena, el Libertador comentó la relación del terremoto de Barquisimeto con la pérdida de la Primera Republica. Bolívar, previene: “El terremoto acompañado del fanatismo que logró sacar de este fenómeno los más importantes resultados; y últimamente las facciones internas que en realidad fueron el mortal veneno que hicieron descender la patria al sepulcro”. (Bolívar “Doctrina del Libertador”, pág. 14)
Terremoto del 26 de marzo de 1.812
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