Un gesto, que para la época de Cristo era sinónimo de humillación, se convierte en el más puro y genuino gesto de amor.
El enviado, el elegido, el ungido, se despoja de todo cuanto tiene, incluyendo su divinidad y comienza a lavarles los pies a sus discípulos. Uno por uno, con toalla en mano, limpia las impurezas físicas y por qué no también aquellas que sus seguidores tenían en el alma, las seca y con ello da una nueva lección.
El Hijo de Dios vino a servir y no a ser servido. Su humildad desconoce los límites y justo antes de la Última Cena predica con este ejemplo de vida, lo que de ahora en adelante se convertirá en un mandamiento para sus apóstoles, dar la vida por el prójimo, entregarse, ser el último y el más pequeño de los servidores de Dios.
El Jueves Santo se recuerda este episodio, que bien se narra en el Evangelio de San Juan como un acto de acercamiento, pero también de sanación.
En las parroquias en Barqui-simeto, se hizo una demostración de lo que es el lavatorio de los pies. Escogen a niños, los sientan y el sacerdote se despoja de la estola, se coloca una casulla y comienza a lavar los pies de los pequeños.
En algunas iglesias hicieron esta representación con la lectura bíblica y cada uno de los pequeños interpretaba a uno de los discípulos, cuando Jesús le expresaba que limpiaría sus pies.
El discípulo Simón Pedro le dijo, “no me lavarás los pies, jamás”. Cristo le respondió “Si no te lavo, no tienes parte conmigo”. Y luego se dirigió a los otros y les preguntó, “¿Entienden lo que hecho con ustedes?, ¿Saben por qué les he lavado los pies?”
En la lectura del evangelio, también se narra quien es el traidor, quien vende a Cristo por 30 monedas. Y en aquellos templos donde hubo escenificación uno de los pequeños expresó, “se traiciona a Jesucristo cuando no perdonamos al otro, cuando no ayudo a mi prójimo, cuando cierro los ojos ante las injusticias”.
“En cada sacramento Dios nos lava, nos purifica con su gesto de amor”, expresó el sacerdote en la iglesia La Paz.
Fotos: Ricardo Marapacuto