En la más rancia tradición autoritariamente represiva, el gobierno no ha encontrado mejor solución a la difusión de las demandas sobre la calidad o potabilidad del agua en Venezuela, que dictar, a través de la Fiscal General, una medida cautelar para limitar, restringir, bloquear, la emisión de denuncias o comentarios o entrevistas sobre el tema, sin el soporte o estudio científico que respalde cualquier aseveración.
Luego de fundir algunos cerebros entre el ocupado equipo de asesores emboinados y de un probable excesivo desgaste neuronal para fabricar esta medida, se evidencia una vez más la verdadera naturaleza de la «revolución»: no se trata el de Hugo Chávez de un gobierno, ni de una administración; esto no es más que un formidable y sostenido ejercicio propagandístico con alguna que otra medida puntual o concreta, en el cual el principal objetivo no es cambiar la realidad a través de la acción pública y de Estado, sino construirla virtualmente, retóricamente, perceptivamente, o peor aún, aparentarla. El disimulo es así, el principal valor constitutivo del quehacer oficialista.
La señora en algún barrio de alguna ciudad que ve el color marrón o el olor del agua que sale del grifo, no necesita un certificado o estudio científico o químico para saber que ese tono turbio u oscuro le impide beber o utilizar tal líquido so riesgo para su salud. Y eso, en los casos en que acaso llega el agua.
Pero para este gobierno ha sido más fructífero re-bautizar instituciones, poderes, pegarle por doquier etiquetas efectistas cual «trademark» a las cosas (socialista, popular, bolivariano, soberano…) en la idea de que este cambio, por sí sólo y por obra, gracia y milagro del espíritu del Ché y Mao juntos, iba a cambiar la realidad, iba a solucionar los problemas y resolver las necesidades de la gente.
Si. La política impone su influencia en el lenguaje, pero en el caso de la actual gestión, el asunto adquiere un cariz de extremismo enfermizo, de fanatismo lingüístico, que denota, detrás de toda esa retórica recurrentemente vacía, una profunda contrariedad, un absoluto fracaso.
Navega oronda la «revolución» sobre aguas eufemísticamente absurdas en tanto chapoteo ridículo para decir mucho sin decir nada, y especialmente, para eludir, evadir y maquillarlo todo. No hay «invasores», sino «ocupantes temporales», o «supervisores itinerantes de propiedades urbanas ocupadas y desocupadas». No hay «inflación», sino «acaparamiento», o «ambición desmedida de capitalistas especuladores». No hay «inseguridad», sino una «sensación…una brisita…como un airecito leve…y en todo caso gaseoso de inseguridad», o quizás siendo más exquisitos, «conductas tentadoras y consumistas masivas de gente que anda por allí con cosas encima, exhibiéndolas por doquier, como un carrito, una casita, o un celular, o un apartamentico, o unos zapaticos que, francamente, lo que hacen es darle casquillo a los malechores».
La lista se hace interminable. Aquello de las «reservas excedentarias» fue solo la punta de un iceberg en la nueva gramática roja-rojita (¿Si son reservas, como pueden ser «excedentarias»? Son altas, o bajas, o muchas, o pocas siempre en función de ciertos parámetros convenidos). La creatividad siguió fluyendo. No hay aquí «pranes», sino «coordinadores mercantiles de sobrevivencia carcelaria y de las operaciones de compra y venta de almas, con especialización en el gestoreo de la vida y de la muerte dentro y fuera de los centros de reclusión».
No hay «denuncias» sino «matrices mediáticas». No hay «reclamos», sino «campañas de desestabilización pagadas por el imperio». Políticamente, no hay «contrincante» o «adversario», sino «enemigo».
No podrá decir Ud. «está cayendo un palo de agua» sino «esta cayendo un palo de h2o». Tampoco podrá mencionar o llamar cariñosamente a un «catirito» sino le dice «infante de tez clara y ciertamente de ascendencia burguesa-imperial», o peor, tampoco podrá saludar efusivamente a un joven y decirle «Hola negrito, como estás?», sino «Hola pequeño afrodescendiente, como estás?».
En 1991, Jonathan Demme, de la mano de excelentes actuaciones de Jodie Foster y sobre todo de Anthony Hopkins como «HannibalLecter», dirigió una adaptación cinematográfica devenida clásico del libro de Thomas Harris titulado «El silencio de los inocentes».
El caos y la conformación de una suerte de Estado Malandro, alimentado de la anarquía, la impunidad y la ausencia de cualquier orden e institucionalidad en el país, nos obliga a tomar prestado el título de aquella célebre película para adaptarlo a nuestra realidad actual, plena de un interés de quienes detentan el poder por imponer el miedo y la censura, y el silencio en el monólogo de la mentira, exhibiendo una clara actitud ante el destino de la nación. Tendríamos que decir, que presenciamos cada día más, aquí y ahora…»el silencio de los indolentes».
@alexeiguerra