Quizás, de las regiones más golpeadas por los imperios, sea en particular el estado Zulia, en Venezuela, la que mayor carga de transculturización haya padecido en el continente americano durante los últimos cien años.
La industria petrolera, desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, ha convertido a este territorio y a su cultura de raigambre agraria y condición lacustre -lúdicas, musicales y poéticas cotidianidades- en las más miserables improvisaciones, dependencias, desidentidades y sobreposiciones de valores etnoculturales y socioeconómicos que hacen de la personalidad típica de sus habitantes, una imagen fragmentaria, y en muchos casos caricaturesca, donde se enfrentan tradiciones y ancestrales lenguajes, en confusa e instintiva lid, con simiescas maneras de asumir los comportamientos introducidos por la avaricia y las fuerzas del despojo, desde el comisariato y el burdel, el afán de lucro, el consumismo, el juego compulsivo, el azar minero, la agresividad y la procacidad que desmerecen el gentilicio macerado en el arte, las letras y el trabajo digno, que la memoria colectiva mantiene vivos, como fuente de resistencia cultural, hasta la sibilina conciencia del oportunismo político y económico por parte de grupos cada día más identificados, que han hecho de la complicidad con los gobiernos nacionales y regionales, las empresas transnacionales y los recursos mediáticos manipuladores de la conducta social, alianzas dispensadoras de parcelas de poder y disfrute de riquezas generadas por el trabajo popular.
El movimiento revolucionario de estos lares no solo enfrenta, en el siglo XX y lo que va del XXI, al capital, los imperios y sus gobiernos, sino también a los demonios que han derramado sus fuegos en el lago, las tierras y las familias locales, volviéndolos campamentos arrasados donde se mueven en constante lucha las ambiciones capitalistas y sus despropósitos éticos, contra el imaginario colectivo, el cual, si no ha podido ser aniquilado en las duras décadas del neoliberalismo que hace aguas en todo el planeta, menos podrá ser destruido, cuando las acciones del movimiento popular, en el mundo, en América y en nuestro país, han dado saltos en función de conquistar sociedades más justas, equilibradas, armónicas y alegres que las conocidas hasta ahora.
Y entre los individuos que han compartido y amasado estos sueños de avance y bienestar social, este amor por su región y sus semejantes, destaca la figura y el nombre de Emilio Benítez, nuestro camarada, de reciente desaparición física y de imborrable recuerdo a la hora de escribir la historia de la contemporaneidad que estamos atravesando entre incomprensiones, peligros y desafíos de diverso calibre, pero también con risas, tragos, esperanzas y voluntad de seguir viviendo en la militancia y la solidaridad revolucionarias.
Que el recuerdo de “Vicente” esté presente en nuestras luchas, como ejemplo de valentía, humor y honestidad. Que su lealtad y firmeza sean emuladas por los jóvenes que hoy se acercan a las filas de la revolución. La verdadera, la permanente, la que no se detiene ante errores y traiciones de mediocres funcionarios y falsos Mesías. La que no se rinde ante triunfos efímeros y engaños electorales.
Cabañuelas – Emilio Benítez («Vicente»)
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