Esta semana conocimos que los tres únicos detenidos por la insólita pudrición de 130 mil toneladas de comida, por un valor superior a 1.2 millardos de dólares, gozan de libertad bajo régimen de presentación desde el pasado mes de noviembre.
Subterfugios legales hicieron transcurrir el lapso máximo que la ley establece para mantenerlos encarcelados sin que se iniciase el juicio. Para no olvidar, recordemos que a estos indiciados les atribuían lo que era apenas el pico del iceberg de una de las más escandalosas estafas a la nación.
De acuerdo a la auditoría interna realizada por Pdvsa a Pdval, de la importación de un millón de toneladas de comestibles sólo 25% arribó al país. Estos alimentos, buena parte pagada con sobreprecio, fueron adquiridos a sólo diez empresas, de las cuales seis eran intermediarias; las compras las realizaron 26 compañías venezolanas, algunas de militares, coordinadas por un comité integrado por Bariven y asesores cubanos.
Con un cinismo blindado, el Contralor General de la República acusó a la oposición de exagerar el hecho, el Presidente lo calificó como apenas “un error”, mientras la roja Asamblea Nacional de entonces escondía su cabeza en la arena.
No se abrió el juicio y despierta sospecha el interés en impedirlo. Alguno de estos chivos expiatorios podía salirse de la suerte declarando en qué instancias superiores se había cocinado el guiso y entrar en detalles sobre los verdaderos responsables.
Desde otro ángulo, la manipulada dilación de este proceso marca un grueso contraste con la celeridad de otros juicios, como la súbita sentencia contra la Juez María Lourdes Afiuni, dictada por el mandón erigido en juez, o el meteórico fallo sobre los cuadernos electorales y la multa contra la doctora Teresa Albanes. En fin, una caterva que cada día acumula más créditos como desvergonzados.