Desde 2001, cuando se aprueba en Lima la Carta Democrática Interamericana y ha lugar, paradójicamente, el mismo día 11 de abril, el ataque terrorista que provoca la caída de las Torres Gemelas en Nueva York, predico el cierre final de un tiempo y más que un tiempo de una Era en la vida de la Humanidad signada hasta entonces por el predominio de la materia y la organización social alrededor de la política y la práctica ciudadana localizadas…
Desde 2001, cuando se aprueba en Lima la Carta Democrática Interamericana y ha lugar, paradójicamente, el mismo día 11 de abril, el ataque terrorista que provoca la caída de las Torres Gemelas en Nueva York, predico el cierre final de un tiempo y más que un tiempo de una Era en la vida de la Humanidad signada hasta entonces por el predominio de la materia y la organización social alrededor de la política y la práctica ciudadana localizadas. Y así como el derrumbe de la Cortina de Hierro fija el término de las idelogías que pugnan alrededor de la acumulación material y discuten sobre la finalidad de ésta – sea el marxismo o el capitalismo, sea la perspectiva social cristiana – o del rol del Estado como cárcel de ciudadanía o promotor de libertades, el hecho fatal antes enunciado descubre el final de éste, del Estado Nación obra de la Ilustración, dada la acelerada deslocalización de las realidades globales. Sus desafìos inéditos y sus peligros sumos, como el citado terrorismo sin patria de bandera o la crisis medio-ambiental y el narcotráfico, por trasnacionales, mal los enfrenta ningún Estado o coalición de Estados por importantes que se consideren. Honduras es el ejemplo.
El final de los Estados es una realidad, con independencia de que medren por un tiempo indeterminado sus estructuras y gobiernos, a la manera nominal de las franquicias. Por obra del siglo XXI y sus autopistas de la información, hijas de una generación de vértigo que a su vez llega modelada por la revolución digital en curso – la llamo generación blackberry -, la fuerza patrimonial y espacial de nuestras organizaciones políticas modernas y soberanas, con sus límites geográficos y jurisdiccionales, derivan en antiguallas, en verdaderos parques jurásicos.
No por azar, el hombre común – varón o mujer – quien se descubre ahora huérfano de ciudadanía, en su soledad y con sus miedos a cuestas, opta por dejarse arrastrar por el tsumani cibernético, sirviéndole y sin preocuparse de dominarlo como señor de la Creación, o acaso prefiere refugiarse de la intemperie en nichos sociales minúsculos o «patrias de campanario»; cavernas en las que medra y recrea su cosmovisión casera creyendo que el mundo gira alrededor de sus reclamos o aspiraciones particulares. Allí están, con su fuerza inusitada y legitimidad sobrevenida, que desborda a los viejos partidos – correas de trasmisión de la «cosa pública» – y desafía hasta el poder de las armas de los ejércitos regulares, esos grupos que forman por miríadas – sin complejos de identidad nacional – las denominadas comunidades originarias, indígenas o afrodescendientes, los cultores del ambientalismo, los gays y lesbianas reclamando el manido derecho a la diferencia, las nuevas religiones, las tribus urbanas o juveniles, las comunas, las organizaciones de vecinos, los cultores de los derechos humanos, y paremos de contar.
El cuento viene al caso, pues a pesar de la Constitución de 1999 que rige entre nosotros y de los esfuerzos denodados del régimen dictatorial intentando restaurar la supremacía del Estado y sus atributos soberanos, haciéndole entender a la gente que si goza de libertades es por su concesión y en la medida en que lo permita la seguridad nacional, la verdad cierta es que más allá de tal catarata verbal el hombre y la mujer venezolanos siguen su camino; miran con displicencia el aparato público, que no sea para exprimirle las dádivas que lo sostienen como ficción contemporánea.
Las retículas micro-sociales señaladas hipotecan y corren más a prisa que el propio Estado en sus intentos para sujetarlas y anudarlas al dogma revolucionario, incluso mediando sentencias del Tribunal Supremo o leyes comunales que formalmente las atajan. Pero son formas tan irreales e inefectivas como la reciente sentencia del magistrado Carrasquero, quien intenta hacerse de unos cuadernos de votación que ayuden al inquilino de Miraflores en la forja de otra Lista Tascón; pero encuentra en la acera del frente a compatriotas quienes esgrimen sus derechos como superiores y anteriores al mismo Estado, y los hacen valer.
Las fuerza conspirativa y subterránea e inocultable – aquí sí – de la narcoguerrilla apátrida, el lavado transnacional de los dineros ilícitos, el tráfico de órganos y embriones humanos, el referido terrorismo deslocalizado junto a la emergencia creativa de las culturas dominantes – que superan espacios geográficos – en su cruce planetario o el fenómeno exponencial de las localidades humanas, emergen con tal fuerza que dejan a los gobiernos de los Estados como pasajeros sin rumbo, abandonados en las estaciones por donde cruza el ferrocarril de la esperanza.
Venezuela, en suma, sigue allí con sus falencias y proyectos de vida, que en nada dependen de La Habana, ni de la muerte o recuperación de su paciente de privilegio. La historia vive su fractura más profunda y el pasado queda atrás, para examen de los historiadores. Así de simple.