El padre Alfonso Olazábal

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Siempre me simpatizó en sumo grado este agradable y simpático caballero de la orden de los Reverendos Padres Escolapios españoles asentados en Carora. Fue uno de los primeros de estos sacerdotes pedagogos en llegar en 1951 a la ciudad del Portillo y establecer su colegio en La Paduana, una casa vetusta donde a principios de siglo XX el padre Lisímaco Gutiérrez adelantó una iglesia social con los pobres con el concurso de otro levita excepcional, el padre Carlos Zubillaga.

Alfonso era, a diferencia de sus paisanos, un religioso guapo y de porte agradable. A mí se me parecía al artista de cine estadounidense Georges Scott, el que hizo el papel del general Patton. Ello lo digo porque los vascuences suelen bajitos y rechonchos, como era el padre Juan Bautista Pérez Altuna. Llega  en compañía de otros tres escolapios a fundar el primer colegio de esta orden en Venezuela. Como dato curioso, se le identificó como de la Virgen del Juncal, la imagen mariana más antigua del País Vasco, pues apareció en el siglo XII Estos reverendos padres eran una suerte de exiliados, pues el régimen franquista los veía con ojeriza: eran practicantes de una pedagogía popular y, encima de ello, vascos, hijos de una provincia rebelde.

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Cuando investigaba en los archivos de la Diócesis de Carora para escribir mi tesis doctoral, me encontré con el padre Alfonso en más de una ocasión. En el año de su llegada dicen los viejos libros de gobierno eclesiástico que Olazábal pinta con brocha y balde en la mano la iglesia de San Juan. Era una feligresía popular que debía soportar en ese lugar sagrado el estigma de ser descendientes de  los hijos de Cam, pues los bancos más cercanos al altar mayor tenían dueños: los descendientes de los hijos de Jafet, los “blancos de la plaza”, y eran para su uso exclusivo, una discriminación que borraron para siempre los Padres Escolapios, Alfonso entre ellos.

La gente pensaba que yo era alumno del Colegio Cristo Rey, por aquello de ser hijo yo del director Expedito Cortés. Pues no, yo me formé en el Grupo Ramón Pompilio Oropeza, pero estaba vinculado a los Escolapios por el movimiento escultista de los Boys Scouts. Allí tuve en amenas pláticas con Alfonso y juntos recorrimos las playas de Chichiriviche conversando de cualquier cosa. Por momentos se detenía y miraba hacia alta mar, algo así como echando un vistazo a su lejana patria a la cual jamás regresaría de modo definitivo.

Era un hombre que buscaba a Dios en las manifestaciones de la Naturaleza, una suerte de panteísmo filosófico. “El número de galaxias, me dijo, es semejante al número de seres humanos que pueblan este globo terráqueo.” Por momentos se sonreía al oír mis estruendosas carcajadas heredadas de mi padre Expedito.

Llega a una edad provecta mi amigo sacerdote, refugiándose en el Colegio Calazanz. Le visito en varias ocasiones en compañía de mi esposa Raiza Mujica, médico dermatólogo. Sufre de un epitelioma vasocelurar que trata con criocirugía mi compañera de vida, se sonríe y me mira a cada rato. Pregunta por mi padre, Expedito. Y al responderle que falleció en 2001, dice: “fue un hombre muy útil y muy cortés”.

Su elegante y espigada figura queda en mi recuerdo, así como las palmadas de cariño que me dio en los hombros siendo yo de la tropa boy scout. Su memoria se acrecentará con el paso de los años, pues vino a estas tierras a educar legiones de indómitos muchachos del sexo masculino de todas las capas sociales.

No fue mi confesor, pero pienso que aquellas agradables conversaciones durante mi adolescencia y juventud eran una suerte de confesión sin confesionario. No fue mi maestro de aula, pero su magisterio me alcanzó en cualquier lugar de la Carora de 20 mil almas que la habitábamos entonces. Finalmente debo decir que Olazábal me simpatizó mucho más que el padre Juan, director del Colegio, quien en alguna ocasión me dio dura reprimenda. Por ello y cuando esto acontecía me refugiaba en el cálido regazo del padre Alfonso.

No sé si hablaba la inmemorial lengua vascuence, pero de lo que sí estoy plenamente seguro es que hablaba un castellano que iba directo al corazón.  Paz a su alma.

 

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