Un gran número de venezolanos apenas puede recordar el sabor de la carne, del pollo y del pescado, incluso del jamón. Intentan guardar en su memoria lo mucho que disfrutaban un atún enlatado y un plato de lentejas, añoran tomarse un vaso de avena o hacer un dulce criollo.
Cada vez más se les imposibilita cumplir con las tres comidas diarias. Las despensas ya no existen, viven al día, cada hogar es tan distinto pero guardan la misma triste historia: sus neveras están vacías.
La escasez de alimentos y las ventas a sobreprecios han hecho que el hambre se multiplique y se reproduzcan las enfermedades.
Cuando en casa faltaba el azúcar o la harina, bastaba tocar la puerta del vecino para recibir la ayuda y cumplir con la comida del día, pero los tiempos han cambiado, ya ni siquiera las horas de espera en una cola son suficientes para garantizar la alimentación.
Padecen lo mismo aquellos que ganan sueldo mínimo o quienes gozan de mejores beneficios económicos, porque contar con dinero no garantiza tener los alimentos en casa.
La escasez se agudiza, las noticias son críticas, las colas cada vez son más largas y el hambre “pega” con más intensidad. El panorama para los venezolanos parece no aclararse.
En un recorrido que EL IMPULSO hizo por varios sectores de Barquisimeto, fue fácil percatarse de esta necesidad, que insistentemente hay quienes buscan ocultar.
“Esta es una prueba muy dura”
Flor Noguera es mamá de tres hijos de nueve, siete y un año de edad, soltera, no tiene empleo fijo, vive en el sector cero de La Paz, al oeste de Barquisimeto, en la casa de su mamá. La cara de felicidad de sus niños cada tarde es incomparable, saben que es la hora de la comida, la única que hacen en el día.
Una arepa de maíz pilado con frijoles fue la comida de ese día, eran las dos de la tarde, finalizaron con un vaso de agua y hasta el otro día, al más chiquito le dan un tetero de nenerina antes de dormir, Flor se lamenta por no conseguir la formula Nan Pro para su hijo y ella no puede darle pecho.
Los martes le toca comprar en los supermercados, cuando le cuidan a sus hijos aprovecha de pasarse por varios, pero rara vez encuentra productos regulados de la cesta básica. Un kilo de arroz significa ganar la lotería, siente un alivio pues lo considera el mayor sustento para sus hijos porque “rinde bastante”.
Los vecinos la ayudan, una tacita de sopa, una porción de pasta, o un plátano, todo es bienvenido en la casa de Flor. Ella está censada en su comunidad para recibir las bolsas de comida pero fue un alegrón de tísico, la recibió una sola vez.
Intenta subsistir pero dice que ha entrado en una fuerte depresión, “esto es una prueba muy dura, estoy sola con mis muchachos y sin nada para comer” manifiesta esperanzada de que algún gobernante se apiade de ella, aunque dice no creer en ninguno porque “prometen y prometen pero no cumplen”.
Un sueldo mínimo no alcanza para una familia de siete
Una sola persona sostiene a siete, entre ellos dos niños, en la casa de una humilde familia que vive en la calle Semeruco de Los Libertadores.
El señor sale cada mañana a trabajar y cada dos semanas regresa con Bs. 7.500, monto que no es suficiente para la alimentación de todos.
Sopas, verduras y granos, es lo único que comen en esa casa, sólo tienen el privilegio de almorzar, algunos días tienen suerte y queda algo para repetir en la noche.
No tienen azúcar para hacer jugos naturales, tampoco hay leche para preparar el alimento de los niños, uno de ellos dice que le gusta mucho la avena, pero tiene mucho tiempo que no toma.
El señor de la casa ha bajado mucho de peso y desarrolló un síndrome nefrítico (grupo de enfermedades que causan hinchazón o inflamación de las estructuras internas del riñón), pero no puede dejar de trabajar porque “sin el sueldo mínimo nos las veríamos muy feas”.
En la bodega de su cuadra venden a sobreprecio, se sienten impotentes al ver que ofrecen azúcar y pasta pero a precios inaccesibles. Dicen que debería llegar el “Gobierno” a inspeccionarlos, pero a ellos les da miedo denunciar.
“Eso es un lujo, no podemos comprar nada de lo que venden ahí, nos quedaremos esperando las bolsas que prometieron aunque ya nosotros entregamos los requisitos y la colaboración que pidió el Consejo Comunal, pero no han llegado”.
Ocho hijos y la nevera vacía
Juana Medina es pensionada, vive sola en una humilde casa ubicada en El Coreano. Tiene ocho hijos pero ninguno ve por ella, “a veces se acuerdan y me invitan a comer a sus casas, pero yo los entiendo porque todos estamos pasando una necesidad muy fuerte”.
Pasa el día sentada en el porche, los niños de la cuadra la visitan y conversan, su avanzada edad le imposibilita hacer colas, aunque a veces no tiene otro remedio. Hace una semana compró medio cartón de huevo en Bs. 1.500 y le queda uno.
No consume granos sino cuando alguno de sus hijos le lleva del campo, eso sucede cada dos o tres meses. El pollo y la carne desaparecieron hace más de un año de su cocina, no usa la licuadora porque no tiene frutas para hacer jugos. En su nevera guarda vasos y envases vacíos, una garrafa con agua potable y en el congelador tiene unos pedazos de hielo. Al preguntarle si ha bajado de peso, se ríe y asienta con la cabeza.
Espera con ansias el día del cobro de la pensión, normalmente los 18 de cada mes, casi todo el dinero los gasta en sus medicinas, pero ese día se da el lujo de comprar un litro de leche o un pedazo de queso.
Alguien le comentó que este mes llegará algo más de dinero por un bono de alimentación que el Gobierno nacional otorgará.
“Dígame si me llega la bolsa y no tengo con qué pagarla, me dijeron que va a costar cinco millones (cinco mil bolívares)” manifiesta esperanzada en que el Consejo Comunal está haciendo las diligencias con los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) pero han pasado cuatro meses desde que se implementó el sistema y no ha tenido suerte.
Aguantan hambre para darle comida a su hijo
Los esposos Delia de Guédez y Blas Guédez están enfrentando lo que consideran la prueba más difícil de sus vidas, pero se aferran a ella por su hijo de 11 años de edad, con discapacidad motora.
“Tres días hemos pasado sin comer” dice Delia antes de romper en llanto, al niño lo envían a la casa de sus tíos para que le den algo, pero “nosotros aguantamos”.
Cuenta Blas que está incapacitado para trabajar por un problema abdominal, pero aún así sale a la calle todos los días a “matar tigres”. Mientras tanto Delia se queda en casa, en la parte alta de Los Libertadores, con su hijo, pensando en si tendrán la dicha de comer ese día.
La semana pasada fueron a la cooperativa de Ruiz Pineda y compró un kilo de arroz y una sardina, gastó Bs. 1.000 y esa fue la comida de un día. Esta semana no fue porque no tenía dinero para el pasaje del transporte público.
“Me da mucha pena pedir, no me gusta estar molestando” expresa la señora, pero se ha visto en la obligación de recurrir a sus vecinos.
Algunas garrafas con agua y dos mangos guarda en su nevera, “quizás en la nochecita se los doy al hijo”. En el día no comieron.
Pero otra gran preocupación de la familia Guédez es lo difícil que se les hace mandar a su hijo a clases.
El niño está en cuarto grado pero va a repetir el año escolar porque se le dificulta leer, “se me parte el alma porque él me pide lápices y colores y yo no tengo para darle”. Ruega por una beca para que su hijo pueda continuar los estudios.