Sin tregua. – ¿QUÉ SOMOS?

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La palabra degradación nos viene como anillo al dedo a los venezolanos. Tres lustros ha sido suficiente tiempo para que una “macolla roja” nos bajara el copete. El orgullo nuestro rodó por los bajos fondos del envilecimiento cuando pasamos de ciudadanos a súbditos, a quienes se les naricea y se les conduce como manada o rebaño de cola en cola, de una estafa a otra, del irrespeto al insulto, del grito al golpe, de la libertad a la esclavitud de la pobreza y de la democracia a la tiranía militarista.

Nos ha degradado como nación. El termino degradación esta enlazado con humillación, bajeza, vileza y adulación. Un pueblo degradado, entonces, es vil y adulón. Hoy somos eso, un conglomerado humano domesticado por fuerzas retrógradas, armadas hasta los dientes con latiguillos de un comunismo arcaico y una institución militar que apunta a un pueblo derrotado, arruinado, arrodillado y herido de muerte por el hambre y sus patologías asociadas.

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El primer paso fue hacer realidad la idea motriz del régimen, que imponía la pobreza al pueblo venezolano, no así a la cúpula roja que se adueño de la cuantiosa e inédita renta petrolera, que fue a aparar a los bolsillos y cuentas personales de sus jerarcas que tomó por asalto al país. Mientras ellos disfrutan y gozan de una riqueza que no les pertenece, los venezolanos hacemos cola de noche y de día, con lluvia o con sol…

Y es que de la pobreza a la miseria hay una frontera demasiado permeable, casi hay una sinonimia perfecta entre esas dos palabras. La única pobreza con sentido es la del voto de castidad que hacen los sacerdotes y las monjas. Es un acto voluntario. No es la pobreza como estrategia de dominación de unos desalmados, cuyo único propósito es perpetuarse en el poder, aunque tengan que pasar por encima de millones de compatriotas con las manos extendidas.

Y quizás lo peor haber degradado al ciudadano hasta convertirlo en un “patriota cooperante”. Esto significa que el régimen transformó en virtud lo peor de la condición humana, como es la de ser delator de su prójimo, muchas veces por maldad o por conveniencia, olvidando que un falso testimonio permite que a un inocente lo apresen, lo torturen y lo sometan a las más terribles vejaciones en las mazmorras del régimen.

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Otrora, un venezolano que era un individuo orgulloso de su gentilicio, con un inteligente sentido del humor, capaz de reírse de sus propias vicisitudes, que encontraba en su país todo cuanto necesitaba, por lo que nunca se planteaba irse de manera definitiva. Iba y volvía. Estudiaba fuera y volvía con su título, para aplicar sus conocimientos en el área de su especialidad.

Hasta aquí ha llegado la degradación. Hoy Venezuela es un país del que se sale para no volver. Los jóvenes se van, huyendo de este bodrio que nos vendieron como utopía. Los sueños de los muchachos sucumben demasiado rápido al atravesarse en la dirección de una bala. Se van intentando escapar de una muerte violenta producto de la inseguridad, que como el hambre, también es administrada por este régimen que nació “sin corazón en el pecho”, como dice la vieja canción… Hoy, pues, somos emigrantes, en vez de ciudadanos arraigados y satisfechos.

¿Qué somos? Somos un pueblo degradado, en el que los valores como la libertad o la democracia carecen de sentido, porque en lo único en que se puede pensar es en sobrevivir, en subsistir, siempre espoleado por la violencia, la desigualdad y la más abyecta de las miserias. Pero de esto saldremos… ¡Escríbanlo!

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