Sin exclusiones

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La dignidad de la persona, de toda persona humana, exige respeto en toda circunstancia y para toda peculiaridad individual. Por ello ha de ser proclamada la igualdad esencial de varones y mujeres, dentro de las características esenciales que corresponden a la especie humana. “La Iglesia, con el debido respeto por la diversa vocación del hombre y de la mujer, debe promover en la medida de lo posible en su misma vida su igualdad de derechos y de dignidad; y esto por el bien de todos, de la familia, de la sociedad y de la Iglesia” (S. JUAN PABLO II. Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 23).
La igual dignidad y características esenciales de varones y mujeres no significan una uniformidad, que sería un enorme empobrecimiento de la condición y de la convivencia humana. Gracias a Dios los varones somos distintos de las mujeres y viceversa. Con diversas capacidades y modos de ser y actuar. “Es evidente sin embargo que todo esto no significa para la mujer la renuncia a su femineidad ni la imitación del carácter masculino, sino la plenitud de la verdadera humanidad femenina tal como debe expresarse en su comportamiento, tanto en familia como fuera de ella, sin descuidar por otra parte en este campo la variedad de costumbres y culturas” (idem).

¿Por qué, entonces se insiste tanto en los derechos de la mujer? Porque hay una larga y lamentable tradición milenaria de discriminaciones y de exclusión social de la persona femenina. En las circunstancias actuales el materialismo ambiental contribuye a esta minusvaloración. “Desgraciadamente el mensaje cristiano sobre la dignidad de la mujer halla oposición en la persistente mentalidad que considera al ser humano no como persona, sino como cosa, como objeto de compraventa, al servicio del interés egoísta y del solo placer; la primera víctima de tal mentalidad es la mujer” (idem, n. 24)

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Bien se puede decir que la mujer es más frágil que el varón ante la pérdida de los auténticos valores humanos y cristianos, aunque todos somos vulnerables. “Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el desprecio del hombre y de la mujer, la esclavitud, la opresión de los débiles, la pornografía, la prostitución -tanto más cuando es organizada- y todas las diferentes discriminaciones que se encuentran en el ámbito de la educación, de la profesión, de la retribución del trabajo, etc.” (idem).

Las exclusiones en perjuicio de la mujer no son sólo cosas del pasado, sino una pesada carga que arrastramos en estos comienzos del siglo XXI: “Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad permanecen muchas formas de discriminación humillante que afectan y ofenden gravemente algunos grupos particulares de mujeres como, por ejemplo, las esposas que no tienen hijos, las viudas, las separadas, las divorciadas, las madres solteras” (idem).

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