Preservar los valores

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Cuando hablamos de la necesidad de preservar determinados valores humanos y éticos y, sobre todo, de transmitirlos con convicción y firmeza a las nuevas generaciones experimentamos una que otra vez la incómoda sensación de estar proponiendo el abordaje de cuestiones abstractas, desconectadas del fragor o del vértigo de la vida cotidiana.

Un valor o un precepto filosófico o moral es, por definición, un enunciado que nos llega desde el reino de lo inmaterial, desde el universo del pensamiento puro, desde el campo aparentemente ilusorio de las cosas que no se tocan ni se ven. Se explica entonces que a muchas personas jóvenes y no tan jóvenes les resulten escasamente atractivas las reflexiones o las propuestas provenientes del campo de la especulación doctrinaria o moral. Un joven o un adolescente habituados a confrontarse con desafíos o compromisos que tocan los resortes más urgentes de su experiencia vital es probable que no se muestren demasiado interesados en abrirse a espacios de reflexión sobre las razones últimas que ennoblecen el comportamiento humano.

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De ahí la dificultad con que tropiezan a menudo los padres de familia, los maestros, los profesores y los comunicadores de diferentes ámbitos cuando intentan defender y exaltar determinadas conductas o determinados valores ante uno o varios interlocutores juveniles. ¿Cómo lograr que lo abstracto pase a ser atractivo y convincente en un mundo que no se cansa de privilegiar lo concreto?

Pocas veces la palabra valores ha sido pronunciada tantas veces como es estos días. Se habla de transmitir valores, de educar en valores, de preguntarnos por nuestros valores y por los que les dejamos a nuestros hijos. Quizá cada uno de nosotros deberíamos preguntarnos cómo estamos viviendo aquellos valores que declamamos. En un mundo en que basta una mentira repetida para invadir y destruir a un país, en un mundo en el que un candidato ya convertido en presidente, puede admitir que mintió para ganar porque, si no, no lo hubieran votado, en un mundo en el que las leyes sólo se invocan para que las cumplan los otros y en el que los derechos se reclaman pronto y las obligaciones se olvidan rápido, en un mundo en que cualquiera puede creerse dueño de Dios y, abrazar el poder absoluto y con él el bien y el mal de la divinidad.

Siempre se vuelve a los valores. Ahora bien ¿A qué valores? ¿Acaso los principios que se alientan y se defienden desde una determinada frontera del pensamiento son exactamente iguales a los que se exaltan desde la vertiente opuesta? ¿Acaso no hay puntos de discrepancia y de oposición entre una ideología y otra, entre una concepción cultural y otra?

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Sí, es verdad. Pero el pluralismo y la diversidad desaparecen cuando asoman aquellos valores superiores que son los únicos compatibles con el respeto a la vida y a la dignidad de las personas. La tradición cultural del humanismo no tendría valor alguno si no nos hubiera dejado esas enseñanzas básicas. Esas enseñanzas básicas necesitan-por la razón del Estado autoritario y autocrático que se nos ha impuesto- ser transmitidas y reafirmadas día tras día en el aula, en el hogar, en los múltiples foros de la comunicación social con fuerza redoblada, con indeclinable pasión para defender y preservar los valores humanos y éticos.

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