#Opinion: monogamia Autor: Rafael María de Balbín

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El ser humano es monógamo aun cuando lo sea sólo por un mes; el amor es eterno aun cuando sea sólo eterno por un mes. Siempre deja atrás la impresión de algo roto y traicionado.
Esta afirmación de G.K. Chesterton, con su característico estilo paradójico, encierra una gran verdad sobre lo esencial del matrimonio. El matrimonio, que nace del libre pacto conyugal, es una alianza de un varón y una mujer que se vinculan a perpetuidad y de modo exclusivo, concretando su complementariedad sexual, estableciendo un futuro en común en una comunidad fiel y fecunda. Sus características esenciales, correspondientes a la naturaleza humana, exigen la monogamia.
El matrimonio, en efecto, tiene un perfil característico, distinto de cualquier otro tipo de relación entre varón y mujer. Tal como señaló el Concilio Vaticano II: “el marido y la mujer (…) por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mateo 19, 6)” (Const. Gaudium et spes, 48). Y lo son ya desde el mismo momento en que se inicia el matrimonio. Por la libre voluntad de los cónyuges se crea un vínculo jurídico, es decir un compromiso personal que da lugar a una comunidad estable: “el amor conyugal no es tan solo ni sobre todo un sentimiento; es, por el contrario, y esencialmente, compromiso con la otra persona, que se asume mediante un acto de voluntad bien determinado. Precisamente por esto califica dicho amor haciéndolo conyugal. Una vez dado y aceptado el compromiso mediante el consentimiento, el amor se vuelve conyugal, y jamás pierde ese carácter. Entra aquí en juego la fidelidad del amor, que arraiga en la obligación asumida libremente. Mi antecesor el Papa Pablo VI afirmaba sintéticamente (…): el amor pasa, de ser un sentimiento mutuo de afecto, a convertirse en deber vinculante” (Juan Pablo II. Discurso a la Rota Romana, 1999, n. 3).
Que sea un vínculo jurídico no quiere decir que sea externo a las personas (soy tuya porque lo dice un papel, expresaba una canción), sino que es manifestación eminente de la libertad de esas personas, que ha dado lugar a una unión estable, que por su misma naturaleza es irrevocable; “ciertamente el vínculo nace del consentimiento, es decir, de un acto de voluntad del hombre y de la mujer. Por tanto, la misma fuerza indisoluble del vínculo se funda en el ser natural de la unión libremente establecida entre el hombre y la mujer” (Juan Pablo II. Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 5).
El carácter natural y universal de la monogamia viene recogido por el vigente Código de Derecho Canónico (c. 1056): “las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento”. Propiedades esenciales quiere decir que, si no se dan, no hay matrimonio, sino quizás algún otro tipo de sociedad o de ayuntamiento. Esas propiedades responden a la verdad original del matrimonio, más allá de todas las deformaciones. Responden al auténtico bien de las personas, pues “sólo si se lo considera como una unión que implica a la persona poniendo en juego su estructura relacional natural, que sigue siendo esencialmente la misma durante toda su vida personal, el matrimonio puede situarse por encima de los cambios de la vida, de los esfuerzos e incluso de las crisis que atraviesa a menudo la libertad humana al vivir sus compromisos” (Idem).
La unidad quiere decir un solo varón y una sola mujer, con una entrega e intimidad exclusivas. No cabe una entrega esponsal en plenitud que sea compartida con una tercera persona. El amor conyugal requiere fidelidad en presente y también en futuro (para siempre: indisolubilidad). Es lo que corresponde a la naturaleza esencial del matrimonio: “Luego ya no son dos, sino un sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mateo 19, 6). La condición de esposo o esposa no es un rol provisional, y su fecha de vencimiento es hasta que la muerte los separe: “esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad” (Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 48).

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