#Opinión: La Casa del Abuelo Por: Carlos Mujica

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Lectura

Las casas para mí son palabras que jamás se pronuncian. Sin embargo, sus sentidos están en nosotros como los días claros de sol. Cuando en mis días infantiles mi madre me llevaba a casa de tía Emilia; antes de esta casa pasábamos otra ante la cual se llenaba de silencio; no obstante, un buen día mientras pasábamos ante ella, soltó la palabra: ¡hijo!, -me dijo, esa casa fue de tu abuelo Carlos, mi padre. Los días de mi niñez y de mi juventud transcurrieron en ella. En ella murió tu abuelo y de ella salí casada. Desde entonces cuando pasaba frente a esa casa oía su invitación inaudible a que la visitara. La casa vecina de tía Emilia la habitaban, además de la tía Emilia, una anciana y respetable matrona de largo vestido dignamente sentada sobre su consecuente e inseparable poltrona, mi tío Pablo Arráiz, Petra Lucía, su señora, y, Graciela, la hija.

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En mi huraño y tímido proceder, desde entonces, cada vez que pasaba frente a ella, le prodigaba mis sentimientos de afectos, y ella, muy consecuente, a mi sentido prodigaba los suyos. Me llenaba de imágenes para evocar en mi fantasía la figura del abuelo Carlos Mujica Arráiz, educador, cuando la educación formal era escasa y deficiente; se me ocurría imaginar su parvada de hijos tío Froilán, tío Alberto, tía Clementina, Lola, mi madre; tío Carlos y tía La. Y al abuelo en su silencio, sin mi abuela Soledad Arráiz que ya no estaba, en sus múltiples quehaceres.

En esta suma de días que son mis años y que la vida me los ha concedido, tuve la oportunidad, al fin, de visitar esa casa, aunque ahora dividida para hacer de ella dos. Pero de todos modos visitó la parte adyacente a la casa de la tía Emilia que está habitada ahora nuevamente por la misma sangre: allí viven la prima Mercedes Mujica Soret de Torres y su inseparable esposo Francisco Torres (cariñosamente Pancho). Hay en el patio central de esta casa un frondoso, fornido y añejo árbol de “peritas de agua” de roja y suave corteza, que la familia en sus días especiales las cocían en dulces para ofrecerlas en obsequio en platicos dulceros a las amistades que iban a visitarlas.

Este árbol, posiblemente haya sido sembrado, en su tarea de sembrador, por el abuelo; percibo en él las huellas de sus manos. Se le observa todavía sano en su verde fronda y colaborador en sus periódicas cosechas. Es un símbolo que viene de ayer y es el ayer en árbol. Pancho y Mercedes están remodelándola, pero hay en ella todavía esa huella de otros días vivos en sus paredes, en su estructura en general, en su fachada.

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Las casas se apropian dulcemente de ese pedacito de suelo de planeta donde se levantan y hacen de él ese medio de cálida privacidad en el cual también participan quienes la habitan. Las casas son todas secretos muy bien guardados; es toda intimidades; es el cálido ambiente que acaricia con la ternura de la confianza que reparte equilibradamente entre todos sus pobladores. Las casas manifiestan su modo de ser en el modo de ser de quienes la ocupan.

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