#Opinión: Del Guaire al Turbio La historia vuelve a repetirse Autor: Alicia Álamo Bartolomé

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5 de marzo de 1953. Salía para mi trabajo, papá leía el periódico, le pregunté: ¿Ya murió Stalin? “Creo que sí, pero deben estar preparando al pueblo”. Últimas palabras suyas. Me fueron a buscar. Cuando llegué, yacía atravesado en la cama. El 6 de marzo El Nacional desplegaba la noticia de la muerte del tirano ruso; en el ángulo inferior izquierdo -con foto- la de mi padre, a la sazón presidente de la Academia de la Historia.
Había caído Pérez Jiménez. Conocía en el gabinete de la junta de gobierno que estrenaba la democracia al ministro de Obras Públicas, Andrés Sucre Eduardo. Yo trabajaba en la Dirección de Urbanismo de ese ministerio. Le pedí que me enviara al congreso internacional de arquitectos en Moscú. Me asignó Bs 3.500 (al cambio de entonces $ 1.000). Pagué pasajes, todo lo demás y me sobraron dólares. Llegué a la Unión Soviética en julio de 1958.
La delegación venezolana la componían arquitectos comunistas menos yo. Se extasiaban. El inefable y genial Fruto Vivas –se le pasó el fanatismo cuando en Cuba tuvo que cortar caña- me enseñaba admirado, en un cine, el “sistema” de los tablones en el piso para asegurar las sillas. ¡Por Dios, Fruto -le dije- eso se ve en cualquier cine de pueblo en Venezuela!
Los rusos no tenían la menor idea del mundo occidental. Eufóricos porque habían lanzado al espacio -primero que los Estados Unidos- el famoso Sputnik, perrita Laika incluida, creían que iban adelante en todo. Ingenuos. Los inventos revolucionarios en materiales de construcción, por ejemplo, eran pan comido entre nosotros. Los costos falsos, los daban en rublos oficiales, pero en el mercado negro, al cual acudían los delegados del Cono Sur que estaban pelando la lata, el dólar valía diez veces más. ¡Un comunista chileno había vendido su casa para poder asistir al congreso!
Les costaba creerme arquitecto y con vehículo propio. Para los soviéticos una suramericana era analfabeta con chaperón para salir a la calle. Tomaba apuntes y me preguntaban con curiosidad si yo estaba realmente interesada en procesos de las fábricas de materiales que nos mostraban. Su arquitectura contemporánea era la neoclásica del siglo XIX. Tal, la famosa universidad en Las “montañas” de Lenin” (unas lomitas). Arte y arquitectura nada tenían que ver con el siglo XX. Frank Lloyd Wright y Le Corbusier, ilustres desconocidos. Del pasado sí, una maravilla de palacios, iglesias, museos, tanto en Moscú (el Kremlin, la catedral de San Basilio) como en San Petesburgo -entonces Leningrado. ¡El Museo del Hermitage! Quizás Francia, de sus hijos el pintor Toulouse-Lautrec y el caricaturista y grabador Honoré Daumier, no tiene una colección igual.
¡Pero qué gente tan simpática! Algunos guías eran los crecidos niños de España llevados a Rusia durante la guerra civil, pero la mayoría eran rusos que dominaban el español. Nos ayudaban en todo. Igual las personas en la calle. Nos entendíamos por señas. Tres montamos en un autobús, dijimos nuestro hotel y quedaron en indicarnos la parada. Nos bajamos. De repente la recolectora y todos los pasajeros corrían por la acera tras nosotros. Se habían equivocado, nos metieron de nuevo en el bus hasta llegar al sitio correcto. Un día, lo mismo, por señas, logramos que alguien nos dijera el lugar del museo con las joyas de los zares. Estaba cerrado. Nuestros gestos indicaban lejanía y repetíamos América, América. Nos abrieron. ¡Tesoros en metales y piedras preciosos! ¡Los arneses de los caballos lucían cuajados de perlas! La magnificencia palaciega de las estaciones del metro se aclaró: el pueblo goza allí del lujo ignorado por siglos de las habitaciones de la nobleza. Había fantasmas en el fondo de azulejos: revolucionarios eliminados de la vida y de la historia. ¿Quién estaba allí? Por lo bajo: “Mejor no pregunte”. El miedo presidía el ambiente.
Entre ciudadanos y campesinos, hice larga cola en la Plaza Roja para visitar la tumba de Lenin y Stalin. Entré y salí rezando el Credo. Lo interrumpí al ver el cuerpo del mayor asesino de la historia: papá está en el cielo, quién sabe dónde estarás tú. El comunismo ateo prescindió de Dios, pero propició un nuevo culto ante el divinizado par de embalsamados.
Recuerdo hoy un bolero de mi mocedad: “La historia vuelve a repetirse…”

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