Ojo del huracán

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Hay momentos en la vida de una dictadura en que parece imponerse una especie de calma chicha, una casi completa quietud del aire en la que políticamente no parece moverse una hoja.

Muchos piensan que aquello significa la total consolidación de un régimen inverosímil que parece haber neutralizado, reprimido y marginado a sus oponentes. Allí, casi todos los medios de comunicación se banalizan, diseminando apenas noticias deportivas e internacionales, más la narrativa oficial.

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Allí, los capitostes mayores de la tiranía, sumergidos en un mar de complicidades y clientelismo, comienzan a creerse su propia narrativa: Una isla de la fantasía en que los pocos realistas se aferran a la esperanza de capear el temporal si apenas logran comprar un poco más de tiempo.
Y donde los más cínicos ejecutan los peores atropellos, como por ejemplo: Descaradamente asomar a una población asqueada que ratificarán en mandos algunos de los más desacreditados esbirros electoreros del sistema.

Quizás fue la calma que sintió el general Marcos Pérez Jiménez justo después de su ultrajante referendo de diciembre de 1957. Pero como dijo el difunto Luis Herrera: las guardias pretorianas son absolutamente fieles… hasta el mero momento en que dejan de serlo. Si no, que lo dijera Salvador Allende, ese que un 11 de septiembre clamaba a voces llamando a su gran amigo y aliado: «¡¿Dónde está Augusto?!»

Porque donde el único valor es la conveniencia llega un momento como cuando a un avión que navega a velocidad de crucero se le agota el combustible. Los pasajeros no perciben que todos los indicadores marcaban alarma roja hasta el instante en que la nave entra en barrena.
Donde por la plata baila el mono pasa como con esas familias opulentas que entran en ruina pero se sostienen con fama y apariencias y nadie se entera: Hasta que les exigen desocupación del inmueble.

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Si todos los marcadores avisan que se agotan las opciones económicas, políticas y sociales, es que la dictadura irremisiblemente se acaba. Las salvaciones providenciales son muy raras fuera de las películas de Hollywood.

Cuando un sistema se sostiene apenas con plata y fusiles, al agotarse la plata nunca faltará quien con fusil más grande diga: Apártense, que nosotros lo hacemos mejor que ustedes. Y mucho más donde los primeros en conocer las verdades electorales son los mismos que portan fusiles.
¿El detonante? Es casi siempre imprevisto porque guerra avisada no mata soldado. Uno puede estar en el mero ojo del huracán: Atrás vendrá la tormenta perfecta. Mejor amarrarse y cerrar escotillas.

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