Al pueblo llegaba de Barquisimeto, entre días, un vendedor de helados llamados “el Polo”. La parvada de muchachos de aquel entonces, numerosa y libre, cuando nos conducíamos a la escuela y en la hora del “recreo” aprovechábamos para comprar los helados que para todos eran “polos”. Dame un polo –pedía algún desprevenido, (costaban una locha). El consecuente consumidor, indagaba: ¿qué sabores tienes?
Eran tres muchachos, una hembra que lógicamente asistía a la escuela de niñas y dos varones. Siempre ha sido común que los padres abandonen a los hijos desde muy pequeñines. Y estos muchachos padecían de esa ausencia. Un día, sólo un día, incalificable, se apareció a la casa; los muchachos rebozaron de alegría y el padre los recompensó dándole a cada uno una locha. Muy complacida, la madre también se puso. Cosas de muchachos, con las lochas en sus manos, soñaron esperar al polero. En efecto, cuando oyeron a la campanita del carrito vendedor de polos, corrieron entusiasmados a darle la bienvenida al vendedor. Cada cual escogió su sabor y todos salieron con su tubular palito de polos. Al calor de sus lenguas saboreaban el dulce almíbar del polo. Al frente de la casa de estos muchachos vivía una familia Aponte a donde la madre les había encomendado fueran. Los muchachos entraron a esta casa “chupándose” sus polos y allí, por casualidad, encontraron que el padre estaba. El los miró con el rostro interrogativo y con voz fuerte y altanera, preguntó: ¡qué vaina es esa que comen? Los muchachos sorprendidos en su ingenuidad, resbalando sus polos entre sus labios, los dejaron de saborear y a voz en coro, contestaron: ¡polo! El ceño arrugado, la cara total era de rechazo. Se hizo un silencio que como compacto bloque llenó la distancia entre los hijos y aquel señor mal encarado. ¡Denme acá esa vaina! Atemorizados, los muchachos impotentes cedieron a la orden y se los entregaron. Al fondo del patio de la casa de la familia Aponte había un rimero de tercios de leña. (Entonces en las cocinas los fogones eran de leña) Y el tozudo y obstinado padre arrojó con toda su mala acción los tres polos casi enteros al rimero de los tercios de leña. Mudos, los muchachos respetuosos y tímidos, sin quejas, vieron como el humilde regalo se truncaba.
Después todo volvió a la rutina en la vida de la madre y de sus tres hijos. El padre después de consumada su acción, volvió a su ausencia para continuar su vida de abandono; quién podrá imaginar hasta qué otro día de la vida de esta familia podrá hacer su aparición, como acto milagroso, este señor y que padre. El dinero, así sean tres lochas no lo es todo.
Lectura – Tres lochas
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