El traje del emperador

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Una de las características fundamentales de todo régimen totalitario es que – cual vampiros ante la luz del día – aborrece la realidad en casi todas sus formas.

Por una parte tiene pánico – como en la fábula del traje invisible del emperador – a quedar desnudo ante un público generalmente cándido que hace de comparsa en su gran farsa.

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Por otro lado, los dirigentes de esos sistemas casi sin excepción resultan personajes sicóticos, acomplejados y resentidos, que temen lo que la realidad les puede revelar al espejo sobre sus propias conciencias.

Seres enfermos e inseguros, se fabrican una detallada trama «heroica» – o más bien histérica – para la cual aún las estadísticas más objetivas resultan amenazantes. En regímenes totalitarios es prioritario deformar sobre todo los números y resultados de toda su gestión, ya sea económica o política.

Y lo más amenazante es cualquier dato que revele que no cuenta con el apoyo decisivo de su «pueblo».

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Es así porque sus gobiernos son un castillo de naipes en los que con reconocer un sólo quiebre en la pauta todo lo demás se viene abajo en inconsistencias, contradicciones, medias verdades y auténticos fraudes hasta llegar a los más colosales y descarados engaños.

El promotor oficial de la gran mentira Nazi, Joseph Goebbels, se suicidó en la hora de la derrota final, en gran parte por no encarar a un mundo real del cual había huido a través de sus propios mitos y fantasías.

Antes de pegarse el tiro, mató a su mujer, envenenó a sus hijos y masacró hasta sus propios perros. Se llevó para siempre una realidad imaginaria que había creado en su mente enferma, sin poder soportar otra visión.

El caso Goebbels – aunque extremo – tipifica a todos esos regímenes para los cuales no es admisible sino la «verdad oficial» y para los cuales cualquier hendija en el libreto cuidadosamente calculado y ensayado constituye un peligro fatal

El problema insoluble que tienen – así controlen o mediaticen absolutamente todos los medios de comunicación pública – es que, como dijo Abraham Lincoln: «Se puede engañar a todo el pueblo una parte del tiempo, se puede engañar a una parte del pueblo todo el tiempo; pero jamás se puede engañar a todo el pueblo, todo el tiempo».

La verdad siempre sale, y tarde o temprano llega aquel proverbial niñito de la fábula exclamando: «Pero es que el Emperador está desnudo», y allí mismo se viene abajo todo el parapeto montado sobre una cascada de mentiras.

Cuando eso ocurre los censores oportunistas del régimen no se suicidan, se esfuman cual cucarachas al instante mismo que se prende la luz.

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