El eco del Gabo

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Corría el año de 1973. A mis manos llegaba un ejemplar de Cien Años de Soledad, de la primera edición de la Editorial Sudamericana. Hacía 6 años en 1967, había conocido el bautizo de la imprenta el borrador de la primera parte del libro que Mercedes Barcha, la esposa de Gabriel, había depositado en la casa editora luego de 18 meses de encierro del autor, en el parto creativo más maravilloso de la historia de la literatura latinoamericana.

Año y medio en el cual, no se apartó de él esa aura singular que Carlos Fuentes advirtió en su rostro cuando viajaban en conjunto ambos escritores con sus familias desde Ciudad de México a Acapulco. Entonces, el mexicano fue testigo singular del momento de inspiración, cuando la Arataca natal en un supernova de su imaginación se convirtió en el universo Macondo y los Buendía salieron en caravana gravitando sus descubrimientos, inventos y la alquimia de sus vidas, en la mente brillante del colombiano sin par.

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Testimonia Fuentes: “Lo miré y me asusté. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué irradiaba una beatitud improbable el rostro de Gabo? ¿Por qué le iluminaba la cabeza un halo propio de un santo?” Había ocurrido la maravilla del instante creativo y toda aquella alucinante visión pedía a gritos su traducción al plano del texto escrito. Así, Cien Años de Soledad rompió el silencio oculto detrás de nuestro mestizaje lleno de diferencias y castigos, de sombras y oquedades, de culpas, complejos y privaciones no declaradas, donde la imaginación, único recurso del cual no pudimos ser expropiados, surgía para convertirse en el paladín de la independencia de nuestro pensamiento. Al final del día, teníamos nuestro propio génesis y nuestro propio éxodo, continuábamos migrando en la huída de nuestra identidad, pero había aparecido una estrella que podía guiarnos al pesebre de nuestro encuentro, la tierra prometida por nuestros patriarcas.

En las vacaciones escolares de 1971 me había quedado miope luego de leer El Quijote durante mes y medio sin percatarme que el ocaso del atardecer no era la aurora de la mañana. En ese 1973 cuando me introduje en la caravana generacional de los Buendía como lector de Cien Años de Soledad, en tres apasionantes días, el tiempo y las culturas del mundo, me abrieron en un amplio horizonte sus paisajes y personajes, para comprender el compendio de los mitos y leyendas de sus relatos, descodificando el propio a través de la piedra de Roseta que nos aportó García Márquez.

En la mañana de un domingo de 1982, camino a casa de mi novia de la época en mis tiempos de estudiante de la Universidad de Los Andes, compré la habitual prensa que amenizaba el desayuno dominical. A grandes titulares reseñaba el otorgamiento del Nóbel al Gabo. El reportero de sucesos, el hombre que alguna vez comió de las sobras en París para mitigar el hambre, aquél sobreviviente de la bondad de sus amigos, el escritor sin editor, el héroe viviente que había hecho protagonista a la sencillez de nuestra cultura mágica, era reconocido por la corporación más prestigiosa del planeta. Nuestra lectura ecuménica había dejado de ser solitaria. Para nosotros, el Gabo es algo más que un escritor y Cien Años de Soledad más que una novela. Constituyen su vida y su obra una experiencia personal que trascendió nuestras propias lecturas, para impregnarnos el alma con la fragancia de sus palabras, convertidas en flores de vívidas sensaciones que vencieron su mortalidad.

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