El «Bolívar éste» tampoco es Cicerón

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El «Bolívar éste» tampoco es Cicerón


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Orgulloso de que puede hablar horas y horas sin parar, el coma-andante se burla de Henrique Capriles Radonski. No es buen orador, escandaliza. No estudió, no sabe hablar. Carece de su inagotable arsenal de palabras, gestos y tic nerviosos. Pobre Capriles, gesticula soberbio el lenguaraz, está falto del magnífico don que a él le sobra

Quizá lo más repulsivo de esta revolución hacia atrás, es precisamente eso. La glorificación de un inmenso fraude histórico. El carácter sagrado con que se pretende revestir la mentira más miserable. La farsa como banquete de elites uniformadas. La degradación de la palabra patria. Lo vacía que en sus bocas, y en sus bajezas, se escucha la expresión pueblo. La seducción del chantaje. La redención del que pisa. Los blasfemos altares de la superchería. La autoridad para falsificar. La justicia de pranes con toga. Este ensordecedor festín de inmoralidad. La fortuna mal habida, que una manada de rapaces burócratas se reserva para cuando, según el deseo reprimido, acabe esta hora loca oficial. El ordene usted mi-presidente-comandante-en- jefe, coreado por autómatas despojados de toda traza de virilidad y de respeto por sí mismos, dispuestos a vender su alma con tal de saborear, en agradecida posición de arrastrados, hasta las últimas chupadas de un poder corrompido sin remedio posible.

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Pues bien, el lunes, luego de bajarse de la carroza, lejana e inabordable, para inscribir en el CNE su candidatura con miras a un cuarto período, luego del cual agotaría la desmesura de ¡20 años en el poder!, el palabrero de la revolución se dispuso a hacer lo que mejor hace: hablar explayado, sin rigor ni concierto. Antes, allí mismo, ya se había patentizado un violento contraste. El domingo, frente a un público que superó con creces al suyo en proporción, alegría y espontaneidad, a Capriles lo presentó la periodista Érika de la Vega, hermosa y fresca imagen de la Venezuela que aguarda por surgir a punta de talento, donosura y tesón. Ella dijo, justo, lo que se esperaba dijera, sacudida, eso sí, por una emoción genuina, que se adivinaba sincera, desprendida. Al coma-andante lo anunció, en cambio, la fosilizada y patética estampa del trepador de todos los tiempos. Como era de preverse, se vació en loas indeseables. No habló de un país que poco le importa, sino de su señor, del «Bolívar éste», según dice la propaganda oficial, más dada a exaltar a «éste» que al Libertador. Estadista, lo halagó. Presto a la humillación, mantuvo su clásico porte de hinojos. Lo sobó. Lo lamió. Lo escaldó. Habiendo hipotecado los despojos de su dudoso pudor, lo nombró líder verdadero, invicto, completo, lleno de valor y coraje. Y toda esa retahíla de marrullerías ya cobradas concluyó con la guinda de su caduca lisonja: «Capriles Radonski no tiene discurso, ni programa de gobierno».

Entonces el hombre habló. Habló 2 horas 43 minutos, para dar fe de vida; y apeló a la memoria, a la evocación de citas y anécdotas, a modo de excusa para probar su lucidez, acreditar su vitalidad. Por qué habría de sentir urgencias de hacerlo, sigue siendo un misterio. Habló para disipar dudas que persisten, y ya eso dice mucho de lo devaluada que está su palabra. Reo de sus dobleces, habló para desmentir las murmuraciones que él mismo ha fomentado. Habló más, es verdad, pero habló sólo para describir y dirigirse, en fin de cuentas, a los espejismos fantasmales de un país que, en su historia, se ha quedado atrás. Hay ahora otra Venezuela que, con él o sin él, es más, a despecho de él, se abre paso, descubre referencias distintas, y procura avanzar. Es un país que, como queda visto, él empieza a no reconocer. De repente le es ajeno. ¿Qué relación puede traducir su discurso de ese lunes con los ahogos de una nación suspendida en el miedo a ser un número más en la estadística, y morir baleados en cualquier esquina? ¿Qué tiene que ver su discurso con las cuentas que está obligado a dar quien administró un millón de millones de dólares y al cabo de catorce años exhibe como obra una patria con hospitales colapsados, escuelas desguarnecidas, damnificados que abarrotan hoteles desde hace cuatro años, autopistas y calles convertidas en mortales troneras? ¿Qué clase de esperanza puede despertar quien, posado sobre semejante cúmulo de fracasos, se obstina en maldecir al pasado y alargar, día tras día, una indolente esperanza? ¿Qué clase de cordura muestra este Quijote sañudo y manirroto, que insiste en hablar de huecas soberanías y de convertirnos, con sus anochecidas lanzas, en una gran potencia? ¿Cómo catalogar la alucinación de quien en un país asqueado de violencia, de confrontación, de crímenes, de la proliferación de armas y la importación de casi todo cuanto consumimos, encadena la radio y la televisión para anunciar, con redobles de tambor, una planta que producirá fusiles, municiones y granadas?

De manera que habló, pero nada de cuanto dijo lo conectó a las angustias y sueños de una patria que le aparta la mirada. Ni hizo, tampoco, gala de los atributos de un tribuno verdadero. Parloteó sin la fruición ni la densidad de un Jorge Eliécer Gaitán, tan próximo su verbo prodigioso a la prédica de la paz y la equidad, como guías para la conciencia social. Murmuró, se aferró a lugares comunes, no se zafó de la procacidad. Se repitió. A ratos era una parodia desmejorada de sí mismo. Ninguna idea podía ser sacada en limpio, ninguna tesis. Desparramó burlas, a manotazos, con frases gruesas, desangeladas. Discurrió sin pureza ni elegancia en el lenguaje. Desfiguró, insultó. El mismo rosario de desplantes, la misma treta de infundir miedo con el coco del Imperio, aderezado todo con el chiste de mal gusto, como esa exhortación suya a que también se inscribieran como candidatos el Conde del Guácharo o Joselo. La propia imagen del canal de televisión oficial registraba a un público disperso, desatento, presto a desaparecer de aquella obligación. No conmovió ni convenció, las principales cualidades que según los griegos debía revelar un orador. No era, pues, ningún Cicerón el que hablaba. Ni un sir Winston Churchill. Ni de lejos un Pedro el Ermitaño, cuando incitó a la Cruzadas.

Con pocas palabras, Capriles Radonski dice más. Ninguna promesa puede valer tanto como la reconciliación en un país dividido, exhausto. Al amo del poder no le dice mucho la palabra paz, ni tiene mucho contenido para él la palabra progreso, y por eso cree que Capriles no habla cuando habla de eso. Lo cree mudo porque no lo entiende. Porque al «flaquito» no lo sacan de quicio sus provocaciones, que son cartas marcadas, sus desprecios; y, en lugar de bajar a las ciénagas y al combate a cuchillo, insiste en el cara a cara con el pueblo. A Capriles no lo acompleja ni disminuye que lo tilden de apátrida, ni de lacayo. Sigue adelante, concitando voluntades, mientras al otro candidato la frase propiedad privada lo espanta. La defensa de los derechos humanos, la asume como una ofensa. Una justicia autónoma, es intolerable a sus ojos. Una Venezuela con ciudadanos dueños de su propio destino va contra sus principios. De todo eso ha hablado Capriles. Y de igualdad de oportunidades. De poner el énfasis en la educación. De despojar de exclusión a las misiones. De apuntalar el empleo, el acceso a la salud, fortalecer el papel de la familia. Ha prometido ser un Presidente cercano, sin privilegios. Combatir con todo el poder del Estado el crimen, el pertinaz acecho de la inseguridad. De todo eso ha hablado Capriles. Y de entregar cuentas periódicas, transparentes. De someterse al escrutinio de la opinión pública. No perseguir a quien piensa distinto. Y, gloria a Dios, entregar el poder en seis años. De todo eso ha hablado. De proteger las libertades públicas y privadas. Es un compromiso inestimable, insuperable. ¿Le parece poco a usted? Por eso suena necio que desde un poder ensoberbecido, anclado en el pasado, envilecido, lo llamen a confrontar, como si hiciera falta definir aún más la abismal disparidad que entre ambos existe. Capriles no es un charlatán, pero, ¿acaso eso es lo que los venezolanos necesitamos? Un poco de silencio y de mesura luego de tanto griterío estéril nos haría bien. La historia está tachonada de casos de oradores escasos que lograron torcer el curso de los acontecimientos y hasta deslumbrar más tarde a las masas. Demóstenes consiguió vencer la tartamudez antes de erigirse en uno de los más brillantes tribunos de la antigua Grecia. Camille Desmoulins, un mal abogado dado a balbucear, fue quien lanzó en París la llamada a las armas que desencadenó la toma de la Bastilla, antesala de la Revolución Francesa.

De Hitler, por cierto, se dice que fue en sus inicios un orador desastroso. Pero no reside en ese defecto el descomunal daño que le hizo a la humanidad, sino en su irrefrenable perversidad. De esto, y no de otra cosa, es de lo que debemos cuidarnos.

 

Repiques

Leído en Twitter:

@TodounExceso: «La eliminó del Facebook y a cambio le quemaron el garaje»

@Kalujiva: Mi lema: «No quiero un Presidente orador, quiero un Presidente trabajador, que quiera a Venezuela y resuelva sus problemas»

@carlosvecchio: «Capriles de casa en casa y el otro candidato de cadena en cadena»

@juangomez: «A la mujer hay que amarla, no comprenderla. Eso es lo primero que hay que comprender»

@EmigdioCA: «Cuídate de que nadie te odie con razón». Cicerón

El ex presidente chileno Ricardo Lagos analiza una pregunta que todo el mundo se hace: ¿Qué pasa en Chile, uno de los países que más ha avanzado en el continente, para que los estudiantes y sus familias estén protestando en la calle? La respuesta, dice, está precisamente ahí. «Porque Chile logró avanzar enormemente en veinte años, su gente alcanzó una madurez de sensibilidad política que reclama nuevos derechos y no acepta las ataduras aún ligadas al pasado (…) Es esto lo que está detrás de las protestas en Chile. Se avanzó enormemente, pero hay un sentimiento social que demanda bienes públicos mayores al Estado». En el año 1990 el 40% de los chilenos vivían bajo la línea de pobreza, hacia el año 2000 ésta se había reducido al 22% y hacia el 2010 al 11%.

«La democracia no se sustenta sin la verdad. Verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente». Juan Pablo II

Octaviano Quiroz Hernández me escribe: «Lo felicito, desde lo más hondo de mi corazón de venezolano insatisfecho con el régimen actual, por la sensatez y pertinencia con la cual plantea en su espacio de hoy, la necesidad de una reflexión sobre el tipo de expectativa que nos planteamos con Capriles Radonski. Considero que usted sí (contrariamente a quienes han hecho una serie de críticas fuera de contexto) ha elaborado un escrito que, en la mejor buena fe (aunque sea redundancia), nos recuerda que el cambio debe ser en todo sentido y para el bien, que debemos definitivamente romper con nuestra propia manera de ver la política. De no ser así, el cambio que tanto deseamos y necesitamos seguirá postergado»

Frases de Henrique Capriles Radonski:

«Yo no aspiro ser el presidente de un grupo, de un sector, yo quiero ser el Presidente de todos los venezolanos»

«Yo no quiero más peleas en Venezuela, quiero la unión de todos. Vamos a unir a Venezuela cueste lo que cueste»

«Yo quiero servir al pueblo, no que el pueblo me sirva a mí. Yo les planteo una Venezuela de paz»

Frases de Hugo Chávez:

«Para esta nueva etapa del proceso revolucionario hemos diseñado cinco objetivos históricos»

«Vamos a hacer énfasis en terminar de lograr la Independencia de toda la América, esa que por 200 años no hemos podido lograr»

«Vamos a afianzar el socialismo, hacerlo un modelo sin vuelta atrás para todo el continente»

«La derrota tiene algo positivo, nunca es definitiva. En cambio, la victoria tiene algo negativo, jamás es definitiva». José Saramago.

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