El adiós a Orlando

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En la placita, así la llaman en el sector las casitas de Patarata II, calle La Ruezga, frente a la escuela de niños especiales, hay una cajita de cartón con una diminuta perrita color blanco y cuatro cachorritos (murieron dos).

Esas cosas siempre llenan de ternura, de amores a los niños que alegran su corazón atraídos por tan diminutas criaturas, o sea, toda cosa creada por Dios. También a toda la vecindad porque el responsable de esa concepción fue un perrito negro, de regular tamaño y ciertos rasgos de pastor que un día trajo un cristiano y lo sembró como guardián de la zona.

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Comunidad y canino conjugaron sus sentimientos, al extremo de que el mamífero no solo fuera fiel acompañante a cualquier lugar, sino que imponía respeto ante los amigos de lo ajeno.

Una noche, en medio del jolgorio popular de los amigos, en las tradicionales partidas nocturnas de dominó, a Jesús Ocanto (El Negro), miembro de la dinastía de los Ocanto que conforman el núcleo celular o familiar de este condado, se le ocurrió llamarlo por mi nombre, y así se quedó.

Orlando se dejó querer de todos y todos lo quisimos. Difícilmente podamos encontrar a un amigo como ese. Quien lo trajo, nunca se imaginó que iba a tener tantos amos buenos y generosos.

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No pretendo, caros lectores romper la paz del espíritu ni incomodar los sentimientos, pero quiero con estas líneas hacerle honor al amigo que el lunes 9 de febrero nos dejó víctima de la conducta irresponsable del chofer de un autobús que lo atropelló en la avenida Libertador, esquina del parque del Este. ¿Cuántos Orlando sufrirán a diario estas experiencias?

Por la amistad que ustedes me han brindado con su lectura, no podía desaprovechar la oportunidad para despedirme de mi fiel tocayo.

Queda para el recuerdo el reflejo sincero de niños y adultos, hombres y mujeres que le dimos sepultura esa misma mañana en la plaza, a un lado donde Cheo, “El Negro”, Francisco, Frank, Rosmir, Veruzka, Freddy y muchos otros colocamos la mesa de dominó, por donde desfiló la noche anterior para despedirnos con su caricias, presintiendo quizás lo peor. Allí se mojó la tierra de su sepultura con lágrimas de todos. Nuestro fiel amigo se ha dormido. Descansa, pues tiene un largo viaje por delante.

Bajo la luz de la pálida luna, arropado por las estrellas, lleva su partida. Lo arrulla la brisa nocturna que arremolina sus sueños, y que sólo a último momento le susurrará cuál es el camino que debe seguir.

Le dirá seguramente: “Ve por ahí”, y el sol asomará a lo lejos. Entonces partirá por esos derroteros celestes, dejando tras de si todo peso innecesario. Nadie quería que se fuera. No queríamos que nos dejara. Pero tenderemos las manos para mantener su cercanía. Trataremos de tragarnos ese Adiós.

Cada ladrido perdido en las noches será su despedida. Nuestro fiel amigo se ha dormido y viaja en sueños, porque un verdadero amigo es aquel que llega cuando los demás te han dejado, recordándonos viejas enseñanzas: “A medida en que conozco al hombre, quiero más a mi perro”.

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