¿Revolución de mendigos?
Ninguna otra acción, o gesto, del Gobierno, ha dejado tan en claro nuestra vulnerable y dramática situación económica y social, como la reciente gira de 13 días del presidente Nicolás Maduro y su grueso séquito, familiares incluidos, por China, Irán, Arabia Saudita, Qatar, Argelia y Rusia.
De repente, Venezuela dejó de ser el país que, para fiesta de sus oportunistas socios de ocasión, hacía ostentación de su pródiga chequera y de su inmensa riqueza natural, lo cual, según la propaganda oficiosa, nos convertía, de hecho, en toda una potencia energética, como si las considerables reservas certificadas de petróleo y gas que yacen en el subsuelo fuesen un logro histórico de quienes han detentado el poder en estos 16 años. Y, peor aún, como si esos dones de la naturaleza no requirieran más esfuerzo y previsión que el acto de extraerlos.
Pues bien, pese a todas las advertencias, hasta la elemental tarea de explotar el crudo fue desatendida, con inexcusable negligencia. Lo prueban el cementerio de taladros, los campos de pozos inactivos, y la desinversión que acusa nuestra devaluada industria petrolera, con sus cuentas en rojo.
En el mundo cambiaban drásticamente muchas realidades. Naciones del área, como Chile, México, Colombia, Ecuador y Perú, lograban enderezar sus economías, saneándolas. Cuba, luego de dos años de negociaciones secretas, daba un impensado giro en su espinosa relación de más de 50 años con el Imperio. En tanto, el petróleo y el gas de enquisto, que ha trastocado la balanza del poder energético, hizo menos dependiente de los hidrocarburos venezolanos a nuestro principal y más seguro cliente, los Estados Unidos, a punto de convertirse en el primer productor mundial de petróleo. No obstante, aquí se seguía alimentando la insostenible ilusión de que todo el delicado juego de la geopolítica universal gira alrededor del desfasado mito de la revolución bolivariana.
Es contra esa realidad que nos hemos estrellado, con inocultable vergüenza. En su incorregible arrogancia, el Gobierno ha tardado en descubrir algo que el mundo ya tenía por enteramente sabido: en tiempos de guerra, como de paz, a los países, más que relaciones, los une un historial de alianzas que se basan en intereses, particulares y mudables.
Maduro ha regresado de los países de la OPEP sin siquiera un vago asomo de acuerdo para bajar las cuotas de producción. Eso traduce fracaso. Un revés ya cantado en la Cumbre de noviembre, en Austria.
Cuando, tras su extenso y costoso periplo (¿la austeridad es sólo para el pueblo?), vuelve a pisar tierra venezolana, lo hace con un barril petrolero que cierra en un magro nivel de 39 dólares. Además, su mano se quedó extendida, implorante, en la China, “un país, dos sistemas”, cada vez más imperial, cada vez más capitalista. Allá, por cierto, se sentó en una misma mesa con empresarios y banqueros, cosa que no hace aquí. Las puertas de Rusia las debió tocar dos veces, pues en un primer intento la agenda del camarada Vladimir Putin apenas dio para que dispusiera que al líder criollo lo recibiera el vicecanciller.
De manera que, más allá de los anuncios pomposos, del palabrerío a la caza de incautos, de supuestos negocios y acuerdos en buena parte ya desmentidos, como ocurrió con Qatar, Venezuela entra este año en una de sus etapas más inciertas. Con gente trasnochada, batiéndose a empellones en las colas por un paquete de pañales, o de harina, y, lo que más inquieta, con una tensión social a flor de piel.
¿Será ése, en definitiva, el catastrófico símbolo de esta gesta sin épica? ¿Acaso el gran logro oficial, al cabo de todos estos años, tras malbaratar una bonanza que llegó a sumar un millón de millones de dólares en ingresos petroleros, ha sido la de implantar una revolución de mendigos?