Editorial: El crimen de Serra

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En nuestra primera página del primero de octubre, junto a la noticia sobre el horrendo asesinato del diputado Robert Serra y su acompañante María Herrera, había sido dispuesta, para abrir, el saldo de violencia, o parte de guerra, del mes de septiembre: 63 crímenes, sólo en el estado Lara. Es decir, en esta entidad se produjo, en el mes que acababa de cerrar, un promedio récord que supera los dos crímenes por día, y, conforme a la observación del criminólogo Fermín Mármol García, basada en estadísticas, en la casi totalidad de los casos (92% en el país) la vida de las víctimas es arrebatada con el uso de armas de fuego.

Y octubre mostró sus sañudas garras apenas se inició. En un lapso de unas 24 horas, entre viernes y sábado de esta última semana, fueron perpetrados siete homicidios en Lara, todos bajo ráfagas de fuego. El sangriento reporte de sucesos incluye dos homicidios dobles. A uno de los caídos, un mototaxista, lo sorprendió su hora fatal cuando jugaba dominó, en el barrio La Municipal. Deja huérfana a una niña de apenas un año de edad y a otra criatura aún en el vientre de su madre.

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Es la muy triste realidad ofrecida por una Venezuela que figura en el quinto puesto entre los países más crispados, polarizados, inseguros y violentos en el mundo, al cabo de 20 planes de seguridad y de inefectivas políticas de desarme, que plantean la “ingenua” esperanza de que los delincuentes se dispongan a formar también sus colas, en orden y desde la madrugada, frente a las sedes policiales, con miras a entregar mansamente las herramientas que les permiten secuestrar, extorsionar, someter, atracar y matar a cuanto inocente se atraviese en su camino.

La muerte de Serra, deplorable ciertamente, no deja de sumergirse en ese tenebroso pantano de salvajismo al que, en forma trepidante, peligrosa, hemos descendido los venezolanos. Tanto exclamar que tenemos patria, no logra ocultar que algo muy malo ocurre en una sociedad cuando la vida, derecho humano fundamental, inmutable, natural, vale menos que un teléfono móvil. Aparte de eso, ahora se tiñe de bandería política y de excusa para el radicalismo, cuando los más llamados a procurar el orden y la paz, por su autoridad y responsabilidad frente a la nación, no tardan en desatar con sus discursos, gestos y maldiciones, las bajas pasiones que suelen aflorar y nublan la razón en los trances de ira. Y, Fuenteovejuna de por medio, si es colectiva, peor.

Se banaliza este pavoroso drama cuando el Estado se conmueve únicamente al tratarse de una víctima famosa, o de un camarada. En el duelo, sentimiento espontáneo, no tiene cabida la diferenciación, a través de ningún prisma. Cuando en enero de este año la actriz y ex Miss Venezuela, Mónica Spear, fue asesinada, a los 29 años, junto a su esposo, Henry Thomas Berry, y en presencia de una hija de ambos, de cinco años, diversas voces se levantaron desde el oficialismo para exigir que ese escándalo no se politizara, por respeto a sus familiares. Y se aseguró, además, que se trataba de una muerte por encargo, lo cual quedó desmentido apenas se encaminaron las investigaciones. ¿Qué pasó esta vez?

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El recuerdo de lo ocurrido con Danilo Anderson y Eliézer Otaiza rebotó en las mentes de los venezolanos, cuando, el mismo día del asesinato de Serra, sin esperar que las primeras pesquisas rindieran sus frutos, se proclamó que no habría impunidad. En cuestión de horas los autores materiales estaban plenamente identificados y se había determinado ya que los autores intelectuales estaban “fuera del país”. Actuaron bajo órdenes de la “banda de criminales” de Álvaro Uribe y de la “derecha fascista mayamera”. Sin miramiento alguno, desde el poder se soltó la grave hipótesis de que estábamos en presencia de un acto propio del “sicariato político”. Sin salvedad posible, toda la oposición estaba implicada. Palabra presidencial: “Desecho a toda la derecha como posibilidad democrática. Ahí no hay nadie que valga”.

El pésame de los factores extraños al Gobierno fue desestimado por abominable. Lo había expresado “esa basura que pusieron en la MUD”. ¿No politizar un crimen, por respeto a la familia? Cabe entonces otra pregunta elemental, lógica: ¿Que hará entonces el Cicpc? ¿Podrá adelantar ese cuerpo una averiguación profesional, científica, imparcial? Después de leída semejante cartilla, ¿qué hará con las evidencias que surjan?

Hablar tan alegremente de sicariato político es decirle al país que hemos entrado en una espiral aún más devastadora en esta vorágine de violencia que nos envuelve. Serra, quien tenía asignada una plantilla de escoltas, murió en su casa, otro dato que hiela la sangre a todos quienes consideraban, hasta hoy, que la fatalidad se reduce al ámbito de la calle. Y el panorama se vuelve más espeluznante si nos detenemos a pensar si acaso será así como se dirimirán en adelante las diferencias en este país. Si de repente nos hemos topado con la Ley del Talión. ¿Quién está en condiciones de predecir como terminará todo esto?

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