Día del libro

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“No soy un hombre que sabe, he sido un hombre que busca y lo soy aún. Pero no busco ya en las estrellas ni en los libros. Comienzo a escuchar las enseñanzas que mi propia sangre murmura en mí.” Esto, por cierto, lo leí en un libro. Demián, de Hermann Hesse.
Los libros no son la vida, pero sí una ventana a la vida. A la vida de otros, ciertamente, y a través de ellos a la vida nuestra. Lo ha dicho Juan Marsé, “Leer es vivir muchas vidas”. Una ventana abierta con vista hacia paisajes infinitos, más vastos que el llano mismo, porque leer despierta el pensamiento que es el zaguán de la imaginación. Al leerla, tanto me gustó tanto una frase de Albert Einstein que la tengo colgada en un cuadrito en mi biblioteca, “La imaginación es más importante que el conocimiento” y es cierto, pero podemos pensar porque imaginamos y no es que quiera enmendarle la plana a Einstein, no me atrevería, pero conocer nos permite imaginar, incluso lo desconocido. Y ese es, entre todos, el más maravilloso regalo de la lectura. Quien lee no puede evitar pensar y quien piensa imagina.
23 de abril fue la despedida de Cervantes, quien nos presentó a un “caballero chiflado que no distingue entre apariencia y realidad”  y de Shakespeare, quien nos dio a conocer monarcas enfermos de poder, príncipes enfermos de duda, maridos enfermos de celos y amantes mortalmente enfermos de amor. Esta es fiesta mundial del libro a partir de 1995, cuando así lo decidió la Unesco. Pero ya había Día del Libro cada 7 de octubre, primero en Cataluña y luego en toda España desde 1926, y de 1930 en adelante, el 23 de abril, fiesta de San Jorge, acaso porque la ignorancia sea más peligrosa, y muchas veces más feroz que un dragón, como aquel con el que pelea ese santo.
Aprendí a leer en el Barquisimeto de los años cincuenta y sesenta. Escuela aparte, en eso de hacerme adicto a la palabra impresa tuvieron que ver una abuela que compraba tres periódicos diarios y una madre de memoria asombrosa que recitaba poemas de Andrés Eloy o los que había escuchado a Berta Singerman; los suplementos o comics, principalmente los de Superman y El Llanero Solitario, ediciones mexicanas, y publicadas en España y vendidas en el colegio por el Hermano Esteban, las aventuras de Tintin, serializadas. Pero los primeros libros de mi propiedad, mis primeros amores literarios, mucho antes de recibir clases con dos excelentes profesoras de Literatura en el Liceo Lisandro Alvarado, Rosa María Castillo y Tarcila Viloria, fueron los que me regalaron con motivo de la Primera Comunión a los ocho años: Platero y yo de Juan Ramón Jiménez; una hermosa edición de Las Mil y una Noches, curioso presente para un niño de esa edad, y El pequeño Lord, de Frances Hogson Burnet, acerca de un huérfano de clase trabajadora que fue llevado a vivir con su desconocido abuelo, rico y aristócrata, cuyas páginas muestran, versión light, el drama social de la Inglaterra victoriana.

Las bibliotecas nos atendían, entre amigos nos prestábamos textos, papá me enviaba libros desde Caracas, y algunas librerías nos surtían: las Novedades y la Serra en el Comercio, la Occidente en la Vargas. Abierto ese apetito, la lectura ha sido mi compañera inseparable. Infalible antídoto contra cualquier soledad. He sido fiel a ese amor.

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