Del Guaire al Turbio – La página en blanco

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En un país a la deriva, sin gobierno legítimo, con los valores morales y políticos en su ínfimo grado, la economía destruida, la constitución y los derechos humanos pisoteados, el reino del hampa, la violencia  oficialista al mando, desvirtuada la democrática separación de poderes y lo que medio resta en apariencia, como también el árbitro electoral, en manos de mujerzuelas chupamedias y mercenarias, sólo queda, a los que escribimos, sentarnos perplejos ante una página en blanco.
Ni siquiera sabemos si habrá papel donde nuestro artículo aún no escrito salga mañana. Porque toda la incógnita es mañana. El presente es agitación, pregunta, duda. El pasado es lo único sólido en buenos recuerdos. Y gracias a Dios que tenemos ese pretérito que, si imperfecto, hoy nos parece perfecto y podemos decir con propiedad y orgullo: ¡quién nos quita lo bailao!
Enfrento hoy la página en blanco. No sé de qué escribir. De política estoy harta. De señalar incapacidades y maldades de los satánicos gobernantes, ni se diga. Aunque tengo que reconocerles su refinada y eficaz inteligencia para destruir. Quiero escribir de otra cosa, de algo que no me ensucie de podredumbre, ni me inspire rencor e impotencia. De algo nuevo. O muy viejo que parezca nuevo. Ahí voy.
Por allá, por los años 50 del siglo pasado, ya graduada de arquitecto, trabajaba yo en la Dirección de Urbanismo del Ministerio de Obras Públicas
y el director me asignó para los estudios previos de urbanismo sobre la región del encuentro entre los ríos Caroní y Orinoco, donde se empezaban los trabajos para la futura planta hidroeléctrica. Al mando de este desarrollo
incipiente estaba el ingeniero y mayor –después general- del ejército Rafael Alfonzo Ravard, hombre enérgico, audaz y sumamente mandón. Hice varios viajes a la zona, en uno de ellos el mayor, muy cortésmente, me quiso mostrar, tanto las interesantes ruinas de la iglesia y convento de las misiones coloniales, como el salto Macagua que iba a desaparecer porque su caudal sería justamente el que iba lograr la formidable energía eléctrica. Eso sí, a paso de tropa, Alfonzo Ravard no tenía mucho tiempo que perder en turismo: “Ya viste, ya nos vamos”. La visión de aquel esplendor de agua cayendo, que contemplé por pocos minutos y que para siempre perdió el paisaje, quedó grabada en mi memoria.
Después de cambio de residencia, porque los expertos ingleses de visita, por protocolo británico de jerarquías, no podían  dormir  en la misma habitación del campamento, al lado de la del mayor, nos dieron ésta a la ingeniero Dora Márquez y a mí, que previamente habíamos sido alojadas en una cabaña y a ésta pasaron los ingleses. Alfonzo Ravard nos advirtió que compartiríamos el mismo baño, con dos puertas, una para cada habitación y que por favor no le dejáramos cerrada la suya. ¡Qué noche! A la media de ésta nos despertamos con los golpes a la puerta del mayor y la alegría de los obreros que le traían el arbolito que estaba en la isleta en medio del Caroní, hacia donde se dirigía la ataguía que debía desviar el río enfurecido. Era un logro importante, porque ya era abril, las lluvias llegaban y todos los expertos, ingleses o no, meneaban la cabeza ante las obras: serían un fracaso, se perdería totalmente la ataguía inconclusa.
¿Qué pasaba? Día y noche trabajaban. Iban y venían los  camiones cargados de piedras de la cantera vecina y las echaban al cauce. No se pudo medir la profundidad. El río, como fiera defendiendo su señorío, hizo naufragar los intentos. Daba vértigo mirarlo. El agua color coca-cola  corría vertiginosamente y se rompía en espuma. Había que llegar al otro lado antes de las lluvias. Había que echar de todo a esas fauces de agua hambrientas. Los camioneros no entendían y, creyendo que podían ganar más, ingenuamente vaciaban los camiones a mitad del camino para volver a llenarlos en la cantera, ¡como si no se llevara la contabilidad a uno y otro extremo de la operación! Hasta contra esta ignorancia retardante tuvo que luchar el mayor. Vi lanzar, expectante y atónita, dos vagones viejos de ferrocarril que rápidamente se tragó el Caroní. Hombre creyente, Alfonzo Ravard pidió permiso al párroco de San Félix para trabajar en domingo. La ataguía al fin venció al río. Y yo llené de historia esta página en blanco.

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