Del Guaire al Turbio – En el país de las maravillas

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Creo en el diálogo entre personas. También con animales, comprenden y contestan, sin palabras, con miradas y gestos. No creo en un diálogo entre hombres y demonios. El hombre puede ser veraz, el demonio nunca. Verdad y mentira no se entienden. Lo han planteado aquí y, por lo mismo, ningún resultado se da. La proposición del ilegítimo gobernante viene viciada de falsedad. No es para resolver, sino para engañar, aparentar condescendencia y afianzar su tiranía. En el teatro, el diálogo falso, pero con calidad dramática, sí merece aplausos.
Paso a otra cosa para despejar mi mente y la de mis resignados lectores.
¿Recuerdan que un par de artículos atrás hablé de mi presencia en los inicios de la electrificación del Caroní? Queda una jornada histórica y anecdótica. En un viaje, con unos miembros de la Comisión Nacional de Urbanismo, entre otros, su presidente, Leopoldo Martínez Olavarria (Polito) y el arquitecto Gustavo Wallis, futuro suegro del mayor Rafael Alfonzo Ravard; éste andaba bajito de carácter, agasajándolo. Una mañana nos arrastró a la inspección de un terreno. Llevaba mi cartera y cuando tenía que trepar una roca, la ponía sobre ésta, subía y la alcanzaba. El militar la mostró: “¿Ven? Este es uno de los impedimentos de las mujeres”. Al día siguiente fuimos a El Pao donde ya se construía la planta bautizada luego “Raúl Leoni” y ahora desbautizada por estos demonios para ponerle un nombre de su corte. Fui de blue-jeans, Keds y un pañuelo en el bolsillo, más nada. Llegamos sudorosos y cansados al almorzar en el club de los estadounidenses constructores, pasé al tocador de señoras: lo único que pude hacer fue mirarme en el enorme espejo y alisarme con la mano el cabello. Faltaba lo mejor.
En la tarde llegamos al otro lado del Caroní, a la casa del presidente de la
Orinoco Mining. Su esposa estaba en USA y él nos atendió gentilmente mientras llegaba la hora de la cena que nos darían en el club del lugar. Nos dejó un momento y regresó muy preocupado: no me servía la ropa de su señora. La esposa del director del Instituto de Navegación, venezolana más cerca de mi talla, me disfrazó en su casa; los zapatos me los prestó una gringa. Llegué al club, en la fila protocolar de recibimiento, junto al presidente, estaba el mayor presentándonos, llegó mi turno, dijo: “Alice in Wonderland”. Polito Martínez se burlaba de mi amplia falda de cuadros blancos y rosados con hilos plateados, ésta y un suéter negro, fue lo único que me sirvió. Cuando me cambiaba para regresar al campamento, oí  a Alfonzo Ravard: “Ahora, tenemos que esperar a Alicia”. No había terminado de decirlo y ya estaba frente a él con mi atuendo del día, repitió: “¡Alice in Wonderland!”
Preguntaban los extranjeros con cuál de esos señores estaba casada: ¡Con ninguno! “¡Oh!” En el yate de la compañía navegaríamos hasta Güiria. Una noche y pocos camarotes, dobles. Entre bromas y veras, dije: “Un momento, si tengo que dormir con uno de ustedes, lo escojo yo”. Se las arreglaron, pues dormí sola. Hice esa travesía en mi niñez un par de veces en el barco fluvial “Delta”, con su paleta cual polizón. Una vez, ignorante del peligro: el anti-gomecista Timoteo Flores y compañeros esperaban en un caño, retendrían el barco con la esposa y 7 hijos de Antonio Álamo, presidente del estado, para que entregara a Ciudad Bolívar. Pasó adelantado, lo siguieron y encontraron la muerte al naufragar.
Volví en 1983 en el crucero de una línea italiana. El fascinante Orinoco es el emblema de un país que, por desgracia, no es hoy el de las maravillas.

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