Crónica de Leonardo Padrón: Se busca un país

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Confieso que mi cédula de identidad me tiene exhausto. Venezuela se ha convertido en una experiencia límite. Pero más me perturbaría cultivar la indiferencia o, peor aún, aplaudir el desatino monumental que vamos siendo.

Debo confesar que estoy agotado. El país se me ha vuelto un insomnio. No puedo iniciar estas líneas de otra manera. La primera persona del singular es el lugar donde comienza, para todos, el país que somos. El país ocurre primero en el desayuno que nos llevamos a la boca. En las noticias que te emboscan los buenos días. En el hueco que tu carro descubre camino al trabajo.

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Venezuela se ha convertido en una experiencia límite. Pero más me perturbaría cultivar la indiferencia o, peor aún, aplaudir el desatino monumental que vamos siendo. Decía Marguerite Yourcenar que el verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente.

Hoy los venezolanos tenemos un país extraño y drásticamente superior a nuestro asombro. La tranquilidad nos quitó el habla. Deambular entre los titulares es respirar tizne y desaliento. Hoy todos estamos salpicados por esa nación áspera que habla con estridencia y nos empuja, pendencieramente, el hombro. Somos una eterna cuenta regresiva. Cada quincena nos jugamos el destino. Necesitamos con urgencia una cierta dosis de aburrimiento. Pero más apremiante aún es conseguir el país que no termina de aparecer. Quizás es el rasgo más común que tienen entre sí un habitante de Chivacoa, El Supí, Manzanillo, Agua Salud o El Cafetal: todos buscamos esa esquiva palabra llamada bienestar. O elijamos otra, una instancia de arranque: sosiego. Que ocurra el sosiego.

En la red social Twitter no siempre triunfan los insultos. Alguien escribió en estos días: “La esperanza también es un talento”. Se me antoja que es una frase poderosa y certera. Para no claudicar uno debe emplearse a fondo. Es la tarea, quizás la primera, de todos los que habitan este mapa proceloso: ejercer activamente nuestro talento para la esperanza.

En definitiva, andamos buscando un país donde la decencia se convierta en rutina. Donde mi diferencia sea el vínculo con la tuya. Donde sea moralmente inadmisible el escarnio. Aquí todos estamos agotados de tanto desencuentro, tanta agresión mutua, tanto reventarnos la madre en el idioma. La calle es un desafinado coro de rencor. Las amistades crujen a pedazos. Los gremios se fragmentan. Padecemos los síntomas de un virus llamado odio. Es imperativo conseguir la bisagra que nos regrese a una cordial topografía de múltiples registros. Por eso, en estos días feroces hay que ponerse el mapa encima. En estos días toca revisar lo que somos y lo que hemos dejado de ser.

¿Qué es hoy un escritor en Venezuela? ¿Por qué amenazan el trazo de un dibujante? ¿A quién asusta tanto el humor? ¿Cómo duerme un dramaturgo al que le han quitado la sede? ¿Cuántos insultos por minuto tolera un periodista? ¿Quién oye la voz de los pensadores?

Ezra Pound decía que los artistas son las antenas de la raza. Sabemos que la única doctrina de un artista es la libertad. Tiene la costumbre de volar varias veces al día. No sabe de genuflexiones. No ofrenda lisonjas al poder. Está diseñado estructuralmente para disentir, criticar, proponer. No busca fuegos fatuos. El artista es el moscardón de la realidad. La agitación y la irreverencia. El artista no quiere ser gobierno, prefiere ser conciencia y reclamo.

En estos días, cuando la crispación inunda los escritorios, las palabras, los dientes, las miradas, los confines del Metro, el alumbrado público, la histeria y la historia, el artista no puede, no debe, no sabe quedarse callado. El artista dice basta, existo, incomodo, tres veces grito. Hace teatro y revuelve. Escribe un poema y golpea. Pinta un lienzo y convoca. Se cuelga una guitarra y abunda. El artista imagina, explora, denuncia, testimonia. El artista es el revés de la mordaza. Te advertimos, poder: No le exijas mansedumbre.

Yo estoy harto de recibir insultos telefónicos y amenazas de muerte al filo de la madrugada. No me cabe una ofensa más en el oído. No sé callarme la boca, no nací para plegarme al miedo, no quiero cambiar de código postal. Si digo “no estoy de acuerdo”, recibo a cambio una pedrada en mi vida personal. Si escribo “difiero”, dibujan una cruz en mi frente.

Venezuela se ha convertido en una melancólica pera de boxeo. Todos dicen venerarla, mientras la golpean sin pausa. Porque cuando excluyes al que no piensa como tú, estás golpeando al país. Cuando chillas amenazas, cuando exiges devoción acrítica, cuando vociferas un solo color, estás golpeando al país policromático que posee voz propia. No deseamos gobernantes cuya premisa sea pulverizar, agraviar, satanizar al contrario. El pueblo no son ocho millones de votantes, ni seis millones y medio. El pueblo no es sólo aritmética electoral. A fin de cuentas, hoy vivimos en una comarca donde la muerte tiene más rating que la vida.

El arte, con todos sus rostros, tiene a Venezuela en la punta de sus angustias. Decía Unamuno que la cultura se conquista. Una tarea imperiosa ante un país que se nos rompió en las manos. La zanja que nos divide se hace cada vez mayor. Ya basta. Es suficiente. Paremos. La crisis moral nos ha estallado en la cara. Nos está quedando torcido el dibujo. Necesitamos resetear el país.

Y que lo entienda de una buena vez el poder: nunca nos quedaremos callados cuando las cosas marchen mal. Así mañana el poder se llame Henrique Capriles Radonski.

Sólo aspiramos pluralidad, bienestar, conciliación. Ese es el punto crucial. Se busca un país que nos contenga a todos. Que sea norte y futuro, no fractura y violencia. Un país que tenga 28 millones de abonados para el mismo juego. Una patria cuya mejor ideología sea la mano extendida. Se busca un país. Múltiple y unido. Un caleidoscopio de un solo nombre. El detalle es que sólo entre todos podemos conseguirlo. La indolencia, señores, ha llegado a su fecha de vencimiento.

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