Campana en el Desierto: El CNE y A que te ríes

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Mario Vargas Llosa escribió en 1990 un libro que tituló La verdad de las mentiras. Es un conjunto de ensayos sobre 25 novelas producidas a lo largo del siglo pasado por destacados autores: Joyce, Mann, Faulkner, Lampedusa, etc.

Y en el prólogo, el novelista peruano nacionalizado español advierte que desde el momento en que dio a conocer su primer cuento lo han asediado con una pregunta: qué parte de tal o cual obra es verdad. Qué imágenes o personajes de sus novelas son mentira.

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En esencia, dice Vargas Llosa, la novela miente, refiere una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disfrazada de lo que no es. Cita, por cierto, la escabrosa anécdota de la reacción de su “primera mujer”, cuando publicó La tía Julia y el escribidor, y ella, su tía en la vida real, divorciada, 14 años mayor que él, y su esposa pese a la áspera oposición familiar, al sentirse “inexactamente retratada” en la novela, se sintió forzada a escribir un libro para “restaurar la verdad alterada por la ficción”.

El camino de la verdad y la mentira en la ficción está sembrado de tretas, advierte Vargas Llosa, y la gente, por lo general insatisfecha, busca aplacar tramposamente ese apetito, esa frustración. La novela hace posible que todos tengan las vidas que no se resignan a no tener. Es, pues, un mundo sinuoso y lleno de brumas en donde los oasis que con frecuencia se divisan a lo lejos son meros espejismos.

Ahora bien, más engañoso e impenetrable aún es, sin duda, el tipo de ficción que presenciamos en Venezuela. Con la novela estamos prevenidos. Sabemos que es una mentira que brota de literatura, una artística deformación de la realidad, una recreación. Es una mentira sincera, porque jamás incurre en la falsía de exhibirse con los ropajes y pretensiones de una verdad, aunque represente a un tiempo o a una sociedad real.

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¿Qué pasa entonces cuando es la realidad la que se vuelve ficción? ¿De qué tipo de creación, o recreación, estamos hablando, cuando son los hechos y los personajes reales los que se disfrazan de lo que no son, hasta mimetizarse en la mentira, en la simulación? ¿Estamos avisados, acaso, para encarar semejante fenómeno?

La hermosa Jimena Araya, actriz y modelo que encarnaba el personaje Rosita en un burdo programa cómico de la televisión, A que te ríes, saltó de la farándula al sórdido universo carcelario, de la mano de un pran de Tocorón que según las versiones logró fugarse, junto a otros 14 reos, con su ayuda cargada de favores y el reparto de millonarios sobornos, dineros que suelen provenir del narcotráfico y la industria del secuestro, habiéndose sumergido, la aparentemente ingenua y donosa Rosita, en el submundo de una justicia libertina y en la política, hasta descubrir, con los escándalos de su caso, cómo en donde debería brillar el imperio de la ley, huelgan la impunidad, el favoritismo y la arbitrariedad, perversiones que reproducen, ahora mismo, el más grotesco lienzo de las ficciones. Es decir, de la mentira.

Rosita ha puesto de bulto, con sus curvas y descaros, todo lo que de tanto saberlo, de continuo olvidamos, en esta extraviada comarca habitada por seres de memorias cortas y evasiones largas. Ella en cuestión de horas dejó de ser la calamitosa encarnación del desamparo y del descarrío sexual, cuando, aún prófuga, por obra y gracia de algunas imploraciones y lloriqueos dirigidos a través del Twitter al líder de la revolución, amaneció convertida en la flamante directora de cultura de un partido afecto al Gobierno.

Todo el mundo sabía en Valencia, menos la policía, ahora nacional, que estaba a buen resguardo en la concha de su intocable pran. Pasará apenas días en la cárcel, desgracia que no le impide firmar autógrafos ni colgar en las redes sociales las fotos que se toma, tranquila y sonriente, con sus admiradores. Y en tiempo record el tribunal le acordó el privilegio de ser juzgada en libertad.

Todo esto ocurre sin que la sociedad reaccione. Sin que expresemos asco alguno. Un asco que nos ayude a recordar cuan civilizados y humanos somos. Desapareció la línea divisoria entre poder y abuso, entre aplauso y lisonja. Así, las instituciones se vuelven simples espejismos. Incluso los periodistas hemos participado en el relajo.

Mientras concedemos en los medios abundoso centimetraje a los frívolos melindres de Rosita, olvidamos indagar sobre la evolución de la salud de los ex comisarios de la PM, quienes literalmente se pudren (ficción aparte) en las mazmorras de un régimen obstinado en parir al hombre nuevo. En tanto, ninguna muestra de solidaridad alargamos hacia la jueza María Lourdes Afiuni. Y el fantasma de Franklin Brito ya dejó de perturbar nuestras conciencias, al igual que ocurre con el drama de los trabajadores petroleros despedidos, aventados del país cientos de ellos, y ahora condenados a impagables multas.

Habría, entonces, que diferenciar los géneros. Registrar las perversiones del CNE es apelar a la crónica, eso es historia. Llamar a ir a elecciones con el actual árbitro, reincidentemente parcial y alevoso, con las garantías sumidas en el limbo y las normas adulteradas, ajustadas a destiempo, sobre la marcha, eso es apelar a la ficción, como cuando se escribe una novela. Es sentirse libres del rigor de lo real. Es mentir. Entonces, que nadie nos insinúe, siquiera, dar fe de que el secreto del voto está “blindado”, cuando el terror del aparato del Estado es abierto, público.

Nadie podrá esperar que volvamos a alentar expectativas falsas, fantasías. Con este CNE y sus trucos ni a la esquina. No se trata de promover la abstención, ni de ser radicales, ni de practicar la antipolítica, ni ninguna otra yerba chantajista ya sin valor alguno. La única verdad es que los factores democráticos atraviesan en estos momentos por su más difícil y hasta dramática coyuntura.

No se puede ocultar que la desesperanza ha cundido. Que la confianza en el poder decisorio del voto se terminó de descalabrar. Que la unidad está resentida. Que la derrota del 7-O no fue bien administrada. Que otro revés será aniquilador. Y que, por encima de todo, quizá la única salida, desesperada si se quiere, pero digna, honesta, será ponernos de pie sin complejos y exigir por vías pacíficas pero irreversibles, transparencia, igualdad de condiciones. En una palabra, respeto. Que se difieran unas elecciones ensombrecidas por la sospecha. Lograrlo restituiría la moral, el espíritu de lucha. Permitiría enfrentar con renovado ímpetu las amenazas de la resolución 058 y la implantación de las inconstitucionales comunas.

Eso nos reinventaría como ciudadanos. Lo demás es ficción desleal. Es mentira. Es cobardía. Es abandono. Tratar a un déspota como si se fuese un pulcro demócrata, y legitimar sus desafueros, y decir que en las elecciones hay grosero ventajismo oficial pero que el Gobierno gana limpiamente, si no se tratara de una tragedia, podría servir para el libreto de la ruidosa reaparición por todo lo alto de Rosita en el programa cómico A que te ríes, cosa que a nadie podría extrañar en estos dudosos trances nuestros en que ya no se sabe qué es verdad o qué es mentira, ni quién es aliado verdadero o el próximo traidor.

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