Campana en el Desierto: Afiuni y el Experimento Milgram

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En 1962, hace justamente 50 años, fue ejecutado uno de los más desalmados criminales nazis, Adolf Eichmann, condenado a muerte en Jerusalén tras ser arrestado por el Servicio Secreto israelí en la calle Garibaldi, de Buenos Aires. En la elegante capital del sur se refugiaron también, por cierto, Josef Mengele, Eric Priebke, y muchos otros responsables del Holocausto.

Eichmann pudo vivir tranquilamente en la Argentina junto a su familia, mimetizado entre los ciudadanos normales, durante diez años. Sólo tuvo necesidad de ocultar su identidad. Su último trabajo fue el de operario en una fábrica de Mercedes Benz. Nada lo delataba. Nadie podría descubrir, a simple vista, de quién se trataba realmente. Ese hombre, médico de profesión, había sido bautizado como el «Ángel de la Muerte», en Auschwitz. El encargado de la «Solución Final», un siniestro plan de la Alemania de Hitler para el sistemático genocidio de la población judía en Europa.

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La dictadura de los militares argentinos empleó el término «Disposición Final». Una entrevista del periodista de investigación Ceferino Reato al general (r) Jorge Rafael Videla, actualmente en la cárcel de Campo de Mayo, se convirtió en un notable libro bautizado con ese mismo nombre. Disposición Final, explica Videla, es una expresión militar que se asigna al acto de sacar de servicio a una cosa inservible, una ropa muy gastada por ejemplo. Bajo esa premisa se acordó la muerte de «siete mil u ocho mil personas», dadas por desaparecidas. La tenebrosa idea era borrar sus restos, «para no provocar protestas dentro y fuera del país».

En ese libro, que acabamos de comprar en la librería El Ateneo, de Buenos Aires, la segunda más grande librería del mundo, el periodista Reato justifica por qué dedicó 20 horas a entrevistar a un ser tan despreciable como Videla: «Él tenía ganas de hablar». Y desliza asimismo esta frase reveladora, refiriéndose siempre al general: «No está arrepentido de nada pero tiene la necesidad de explicar su punto de vista sobre este tema».

Tampoco Adolf Eichmann estaba arrepentido. Podría decirse que tenía la conciencia en paz, o adormecida. Él, hasta el instante de ser ejecutado en la horca, cremado su cuerpo y lanzadas sus cenizas en el Mar Rojo, lejos de las aguas territoriales de Israel, jamás pudo entender el odio que suscitaba su presencia, su historia. Los psiquiatras dejaron constancia de que estaba sano. Y en su diario dejó asentado que sólo había cumplido órdenes superiores. Acatarlas, sin discusión alguna, había sido la más importante misión de toda su vida.

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Este suceso impresionó al psicólogo social Stanley Milgram, quien en 1963 echó a andar un experimento, desarrollado en medio de grandes polémicas por la Universidad de Yale, en los Estados Unidos. La pregunta que Milgram se hacía era hasta qué punto el ser humano es capaz de ser perverso con sus semejantes. De manera que el Experimento Milgram revivía una vieja controversia. ¿Es acaso el fin último del hombre alcanzar la felicidad, como sostenía Aristóteles? O, por lo contrario, ¿tenía razón Maquiavelo, al advertir que el hombre es perverso y egoísta por naturaleza, apenas preocupado por su seguridad y por aumentar su poder sobre los demás?

El experimento, un estudio sobre el comportamiento de la obediencia en ciudadanos comunes y ordinarios, consistía en ofrecer a través de la prensa el pago de seis dólares a quienes aceptaran someterse a la prueba. Los voluntarios debían colocarse, como instructores, frente a un tablero con interruptores que podían mover para provocar descargas eléctricas en otro participante, atado a una silla con cables en su cuerpo. Éste último era un actor, que fingía sufrir horrores con cada descarga, y el primero tenía que castigarlo cada vez que se equivocaba.

Ocurre que el instructor le leía primero al alumno treinta palabras con sus respectivos adjetivos, y el alumno tenía que memorizarlas, para completarlas luego. Cuando el instructor, por ejemplo, le decía «cielo», el alumno debería responder «azul». Si le decían «animal», tenía que contestar «feroz». Y así. Pero el «alumno» se equivocaba, adrede. Llegaba a pedirle clemencia, dejar hasta ahí la tortura. En ocasiones el instructor dudaba, al ver sudoroso y aparentemente débil a su «alumno», y entonces consultaba a un tercero, una persona enigmática que apenas le miraba a los ojos y fungía allí como la «autoridad». Lo instaba a seguir adelante, a pesar de todo, y castigar cada error con una descarga mayor de voltios, aduciéndole al instructor que él, la autoridad, asumía «toda la responsabilidad».

El resultado de este experimento fue sorprendente. Todos los instructores aplicaron a sus alumnos más de 300 voltios, aún cuando se les había advertido que el voltaje límite, «mortal», era de 450 voltios. Más recientemente, al repetir ese mismo estudio se descubrió que 77% de los participantes siguieron sometiendo a castigo a sus aparentes víctimas, sin valorar las consecuencias, sólo para obedecer a la «autoridad».

Un buen argumento sobre la maldad humana. Una tesis que se refuerza en el hecho, probado, de que Eichmann envió judíos a los campos de exterminio cuando ya había recibido órdenes de parar. Eduardo Punset ha escrito que «el secreto para entregarse a la crueldad es desprenderse de la responsabilidad: libres del sentido de culpa aparece el lado más oscuro de la naturaleza humana». No estamos exentos de nada. La novela Pablo Escobar, el patrón del mal, nos ha revelado por estos días cuán popular es la figura del hombre más sanguinario que ha parido Colombia. La aparición de grupos neonazi no deja de hervir en la Alemania actual. ¿Es aventurado imaginar que si Hitler resucitara en este amnésico mundo, sus partidarios serían millones a lo largo y ancho del globo terráqueo?

Sepámoslo o no, los venezolanos estamos divididos, ahora, entre instructores y alumnos en una nueva y trágica versión del Experimento Milgram. La diferencia radica en que el castigo entre nosotros es real. Una autoridad dicta sus órdenes, las que se le antojen, y una caterva de funcionarios, diminutos tiranos, se muestran decididos a aplicarnos la descarga eléctrica, por obedecer, «ordene comandante», y, también, por drenar sus particulares instintos retorcidos, sin medir las consecuencias de sus felonías.

Y aquí estamos, sin más ley que el dictado de valores que vomita la autoridad. Atados a votar según sus manías. Sin instituciones. Dispuestos a legitimar sus alucinaciones. Aquí estamos, distraídos, resignados ante la violación de cada día. La de todo quien piensa distinto. La de todo aquel que en la silla con cables no suelta el adjetivo esperado. Incluso, prestos a entregar la tierna mente de nuestros hijos.

El caso de la jueza María Lourdes Afiuni nos prueba como sociedad. En el reino de los pranes, tres veces la autoridad la condenó públicamente y pidió 30 años de prisión, «pena máxima para esa bandida». «En tiempos de Bolívar habría sido fusilada», se atrevió a sugerir. A ordenar.

Y la dama del TSJ, la fiscal, la defensora del pueblo, la ministra de la mujer, la ministra de Asuntos Penitenciarios, la directora del INOF, todas esperan turno para animar sus descargas de ilegalidad. Afiuni pasó a «Disposición Final». Para los efectos de la revolución es un objeto inservible. La justicia sólo obedece. Eso libera a los verdugos de toda responsabilidad, los reviste de impunidad. «No me correspondía juzgar si un acto era cruel o si la víctima era inocente», declaró uno de los instructores del Experimento Milgram. Pueden copiársela, valerosas damiselas.

Repiques

El escritor brasileño Frei Betto opina así: «Estamos formando súper-hombres y súper-mujeres, totalmente equipados, pero emocionalmente infantiles. Una ciudad progresista del interior de Sao Paulo tenía, en 1960, seis librerías y un gimnasio; ¡hoy tiene sesenta gimnasios y tres librerías! No tengo nada contra el mejoramiento del cuerpo, pero me preocupa la desproporción en relación al mejoramiento del espíritu. Pienso que moriremos esbeltos: «¿Cómo estaba el difunto?» «Oh, una maravilla, ¡no tenía nada de celulitis!» Pero ¿cómo queda la cuestión de lo subjetivo? ¿De lo espiritual?

¿Del amor?

«Existen dos maneras de ser feliz en esta vida; una es hacerse el idiota y la otra: serlo»
Freud

El padre Genaro (Chulalo) escribió en Facebook: «La situación que estamos viviendo es verdaderamente más que diabólica. La palabra griega ‘diablo’ significa ‘el que divide’. Después de las elecciones del 7 de octubre Venezuela no sólo está dividida sino además con un dolor de muerte, un luto en la calle y un silencio cómplice»

«No conozco la clave del éxito, pero sé que la clave del fracaso es tratar de complacer a todo el mundo»
Woody Allen

Leído en Twitter:

@marujatarre: «Chávez es culpable directo de cada rasguño que recibió la jueza justa durante su clavario por el INOF»
@CarlosZambrano7: «Giordani: Aquí lo regalado se acabó. Te fregaste, Fidel. Si quieres petróleo, pagarás por él»
@cochinaperra: «Mira gordit@, no te quedes parad@ frente a la caja registradora, porque empiezan a meterte monedas»
@6toPoderweb: «Presidente de Corpoelec: ‘No existen las multas, son incentivos'»

Tomen nota, galanes. Esta semana estuvo en el Desayuno-Foro de EL IMPULSO la bella Liz. Y dio este dato, en el que coinciden muchos expertos: Las tres virtudes que más valoran las mujeres en los hombres, son: Inteligencia, sentido del humor y tener detalles. Por ejemplo, cuando Liz y el doctor Raúl Quero Silva se casaron, él le regaló un avión. Un detalle, ¿no ven?

La jueza Afiuni podría ser demandada por difamación e injuria. ¿Se atreverán a tanto? El Ministerio de Servicios Penitenciario sostiene que su denuncia responde «a intereses políticos de desprestigio».

 

 

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