Sólo Dios es “eterno”; los seres humanos no lo somos, ni llegaremos a serlo. “Eterno” se aplica a quien no tiene principio, ni tendrá fin. Así es Dios y sólo Dios: existe desde siempre y existirá para siempre. Los seres humanos ya no podemos ser “eternos”, pues ya tuvimos un principio: el momento de nuestra concepción. Y, por ahora, tampoco somos “inmortales”, pues tendremos que morir, como ha sucedido a todos los que han ido muriendo. Pero sí llegaremos a ser “inmortales”. Así es. Aunque parezca una paradoja: después de morir seremos “inmortales”.
Todos: buenos y malos, santos y pecadores, salvados y condenados, seremos “inmortales” después de morir. Porque, según hayan sido nuestras obras durante nuestra vida en la tierra, los salvados resucitaremos para una resurrección de vida, y los no salvados para una resurrección de condenación. En efecto, el mismo Jesucristo nos lo asegura: “Los que hicieron bien saldrán y resucitarán para la vida; pero los que obraron el mal resucitarán para la condenación” (Jn. 5, 29).
Entonces … ¿qué sucede después de la muerte? ¿Hay vida después de esta vida? ¿Queda el hombre reducido al polvo? ¿Hay un futuro a pesar de que nuestro cuerpo esté bajo tierra y en descomposición, o tal vez esté hecho cenizas, o pudiera quizá estar desaparecido en algún lugar desconocido?
La Resurrección de Jesucristo nos da respuesta a todas estas preguntas. Y la respuesta es la siguiente: seremos resucitados, tal como Cristo resucitó y tal como El lo tiene prometido (cfr. Jn. 5, 29 y 6, 40). Su Resurrección es primicia de nuestra propia resurrección y de nuestra futura inmortalidad.
Sin embargo, la Resurrección de Cristo y su promesa de nuestra propia resurrección nos invita a cambiar nuestro modo de ser, nuestro modo de pensar, de actuar, de vivir. Es necesario, como nos dice San Pablo, “morir a nosotros mismos”. Es decir, nuestro viejo “yo” debe quedar muerto, crucificado con Cristo, para dar paso al “hombre nuevo”, de manera de poder vivir una vida nueva. (cfr. Rom. 6, 3-11)
Y así como no puede alguien resucitar sin antes haber pasado por la muerte física, así tampoco podemos resucitar a la Vida Eterna si no hemos enterrado nuestro “yo”. Y ¿qué es nuestro “yo”? El “yo” incluye nuestras tendencias al pecado, nuestros vicios y nuestras faltas de virtud. Y el “yo” también incluye el apego a nuestros propios deseos y planes, a nuestras propias maneras de ver las cosas, a nuestras propias ideas, a nuestros propios razonamientos; es decir, a todo aquello que aún pareciendo lícito, no está en la línea de la Voluntad de Dios para cada uno de nosotros.
La Resurrección de Cristo nos invita también a tener nuestra mirada fija en el Cielo. Así nos dice San Pablo: “Puesto que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba … pongan todo el corazón en los bienes del Cielo, no en los de la tierra” (Col. 3, 1-4).
¿Qué significa este importante consejo de San Pablo? Significa primero que la vida en esta tierra es la ante-sala de la vida eterna. Por eso debemos darnos cuenta de que no fuimos creados sólo para esta ante-sala, sino para el Cielo. Esa es nuestra meta. Y allí estaremos con Cristo, resucitados -como El- en cuerpos gloriosos. Así que, buscar la felicidad en esta tierra y concentrar todos nuestros esfuerzos en lo de aquí, es perder de vista el Cielo.
Mantener las formas de ser del viejo “yo” y quedarnos deslumbrados con las cosas de la tierra, olvidando las de la Vida Eterna, significa perder nuestra brújula que apunta hacia el Cielo. Y significa también perder nuestra ancla: la esperanza en nuestra futura resurrección, cuando seremos inmortales.