“En aquellos días, habló Moisés al pueblo, diciendo: ‘El Señor Dios hará surgir en medio de ustedes, entre sus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharán” (Dt. 18, 15-20). Así lo prometió Dios a Moisés y así fue con toda la serie de profetas de los cuales leemos en el Antiguo Testamento (escritores y no escritores, mayores y menores), hasta que llegó “el Profeta”, que no es otro sino el mismo Dios hecho Hombre: Jesucristo. De allí que Jesús, al comenzar a predicar y a actuar, sorprendiera a la gente de su época (cf. Mc. 1, 21-28).
Profeta es quien dice al pueblo de Dios lo que Dios quiere que se le diga. Profeta es quien habla en nombre de Dios y bajo su inspiración. Profeta es quien habla con su boca la palabra de Dios.
Es lamentable que el vocablo “profeta” sea tomado para referirse a quien predice el futuro. Ciertamente el profeta puede hablar del futuro, si Dios así lo desea. Pero el mensaje profético incluye muchísimo más que eso. “La palabra del profeta edifica, exhorta y consuela” (1 Cor. 14, 3).
El profeta no se hace a sí mismo, sino que es Dios Quien lo escoge. Es Dios Quien tiene la iniciativa y domina a la persona del profeta. Y suele Dios llamar al profeta de una manera irresistible y hasta seductora. (Am. 3, 8) y (Jer. 20, 7 y 9). Eso lo supo también Jonás, a quien vimos en las lecturas de la semana pasada en medio de una tormenta y luego en el vientre de una ballena, hasta que se decidió a predicar lo que Dios le había indicado.
¿A quiénes escoge Dios como profetas? Por supuesto, a quienes El quiere. Pero incluye a toda clase de personas: hombres y mujeres, ricos y pobres, adultos y adolescentes, y aún desde el seno materno.
Muchos profetas se resisten, porque su misión suele ser ingrata e incomprendida. Pero Dios no se arrepiente e insiste. Lo vimos con Jonás. Cuando Moisés se resiste, sus excusas de nada le valen (Ex. 3, 11-12). Tampoco las de Jeremías (Jer. 1, 6-7).
Pero… ¿ha habido profetas después de Cristo? ¿Existen profetas en nuestros días? Santo Tomás de Aquino enseña que “en todas las edades han habido personas poseídas del espíritu de profecía, no con el propósito de anunciar nuevas doctrinas, sino para dirigir las acciones humanas” (Summa 2:2:174: Res. et ad 3).
Y el Papa Juan Pablo II nos dejó dicho lo siguiente respecto del profetismo en nuestros días: “El Espíritu Santo derrama una gran riqueza de gracias… Son los carismas. También los laicos son beneficiarios de estos carismas… como lo atestigua la historia de la Iglesia” (JP II, Catequesis del Miércoles 9-3-94). “Conviene precisar con palabras del Concilio la naturaleza del profetismo de los laicos… no sólo de un profetismo de orden natural… Más bien es cuestión de un profetismo de orden sobrenatural, tal como se nos presenta en el oráculo de Joel (3, 2), ‘En los últimos días… profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas’… para hacer vibrar en los corazones las verdades reveladas” (JP II, Catequesis del miércoles 26-1-94).
Es decir, la función principal de los profetas posteriores a Cristo es recordar las verdades reveladas y la doctrina y enseñanzas de la Iglesia de Cristo. Ejercen su misión profética, nos dice el Concilio Vaticano II, “en unión con los hermanos en Cristo, y sobre todo con sus pastores, a quienes toca juzgar la genuina naturaleza de tales carismas y su ordenado ejercicio, no, por cierto, para que apaguen el Espíritu, sino con el fin de que todo lo prueben y retengan lo que es bueno (cf. 1 Tes. 5, 12.19.21).
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