Adagio para Enrique

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Quizás sea la música la que salve a la humanidad. La salve de sus violencias, del odio casi irremediable, de la estupidez política y religiosa, de la indiferencia y de todas las miserias que nos hacen enfrentarnos a unos con otros. Y escribo esto mientras escucho el Adagio de Albinoni en esta cálida mañana de domingo.
Por hoy no quiero saber sino de este suave riachuelo que mana del violín de Andrés Rieu. La comparación es cursi, pero no me importa pues estoy triste por enterarme de la muerte de un amigo extraordinario que tuve en mis años de adolescencia, del profesor Enrique Arenas Capiello y en ánimos de duelo solo cabe la cursilería. El fue quien me orientó a leer con seriedad la literatura, lo que venía haciendo sin orden ni concierto desde que aprendí a leer.

Enrique era un promotor nato: no hacia otra cosa que hacer constantes invitaciones a la lectura y escritura, nos invitaba a publicar esas pequeñas tonterías que escribíamos como adolescentes y por las cuales pensábamos, al salir publicadas en la página –pobre página de la prensa de una pobre y pequeña ciudad de provincia, provinciana y atrasada, como solo puede ser- que al día siguiente todo el pueblo nos reconocería como poetas y que de alguna parte alguien nos ofrecería alguna imitación plástica de una corona de laurel.

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Sin proponérselo y quizás sin saberlo, Enrique me oriento a la arquitectura, aunque insistía en que tenía talento para la escritura, pero que tenía que aprender a soltar los demonios que todos tenemos por dentro, insistía en que no podía ser tan racional, tan euclidiano, tan cartesiano. Me enseñó arquitectura pues con el grupo que éramos recorríamos la ciudad de Coro, una suerte de pequeña isla rodeada de un desierto de arena, y aprendimos a ver sus casas, sus calles y sobretodo de sus plazas como oasis de tranquilidad en los que podíamos reunirnos en santa paz y discutir más de lo divino que de lo humano hasta altas horas de la noche, sin que apenas un ladrido nos interrumpiera o se nos acercara algún pacífico borracho a darnos su opinión acerca de Baudelaire.

Enrique fue el padre putativo de varias generaciones de intelectuales: poetas, cuentistas, ensayistas que pasaron por la escuela de letras de la Universidad del Zulia. De nuestro grupo salieron varios premios nacionales, escritores que tal vez nunca lo habrían sido si no fuera por su amorosa insistencia. También contribuyó a un mejor conocimiento de la obra de Elías David Curiel, quizás el mejor poeta que ese pueblo seco y desértico ha dado.

Escucho el adagio una y otra vez. Ya estoy más tranquilo, gracias Enrique, por todo lo que fue tu amistad.
Es el turno del Ave María. Mi tristeza se ha serenado.

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